
Estaba entre los grandes, pero con su modestia de hombre bueno ocultaba la grandeza de pensamiento, de accionar decente y provechoso, de defensor activo siempre de los desvalidos, a los que se les niega sus derechos. Hizo del periodismo el instrumento mayor para concretar sus propósitos que le determinaron un camino, le animaba su búsqueda de claros horizontes y lo graduó de figura.
De palabra fina que se le escuchaba pronunciar con voz queda, sí, pero tenía mucha fuerza, resonancia, inteligencia, agudeza. Alegraba al dictar clase como profesor de la decencia, salvador del castellano que en él tuvo al mejor cultor. Maestro, sin duda, educó, enseñó, formó a muchos comunicadores que hoy andan por estas altas tierras frías buscando hechos para convertirlos en noticias que, a su vez, llenarán los libros que atesoran para mañana la historia de hoy.
Pluma formal, clara. Jamás vulgar, mentirosa, ofensiva en su escribir. Certeza en el análisis, sí. Igual en el tratamiento dado al tema que diseccionaba con precisión de artesano que esculpe la madera para tallar la verdad de lo que afirmaba, de la denuncia, del reconocimiento justo, de la dignidad defendida.
En su mirada veíamos el sendero que nos marcaba y en sus manos aprendíamos a construir el mundo. Porque Mauro Dávila era realmente un Maestro.
Cuántas veces le buscamos para contar y recontar historias y preguntarle una y mil veces sobre el fin último; de si el mundo de verdad era ancho y ajeno como el mundo de Ciro Alegría; del porqué muchos siguen creyendo que la tierra es el único planeta con vida parecida o diferente a la nuestra; provocarlo hablar del Descubrimiento y de los extraños secretos del Navegante y sus tres carabelas, el mismo que cometió el primer gran robo en América, al mentir que había sido él y no Rodrigo de Triana, el primero en divisar tierra, todo por cobrar los maravedíes que Isabel, la reina, había prometido.
Es que Mauro, -¿quién se atreve a desmentirme?- era un libro abierto, un hombre-crónica, un personaje clave en la Mérida culta del último medio siglo; un hombre pequeño de estatura pero gigante en todo lo que hacía, representaba y protagonizaba. Enteramente libre para albergar paz, no odio, amor; no rabia, bondad.
Fue, hay que decirlo, un constructor de hechos nobles. Sus amigos de siempre, en todas las clases de una sociedad civil tan extraña como la nuestra, pueden rendir testimonio de mis afirmaciones, de las múltiples ocasiones que sobre el Mauro muerto puedo decir que fui testigo de cuando el Mauro vivo vivía su vida sin rencores contra nadie, siempre con un libro en la mano, siempre con un consejo para el que lo necesitaba.
La última de nuestras conversaciones en mi oficina de Director de Información, en el Palacio de Gobierno, el tema fue la poesía. Mauro, que siempre atesoraba un buen libro en sus pequeñas manos, esa clara mañana de noviembre se presentó con Walt Witman, el poeta de las pequeñas cosas que en su escritura se volvían gigantes.
“Lo admiro”, me dijo. “Su poesía convence, agrada al alma. Es intensa, profunda. Nos transporta. Yo lo leo y me reconforta su valor fuerte como él mismo lo era; alto, poderosa su voz, su blanca y patriarcal barba, su larga y rebelde cabellera sobresaliendo del arrugado sombrero; sus manos para la caricia, pero también prestas al enfrentamiento”. Y me leyó “Una hoja de hierba”:
Una hoja de hierba
Creo que una hoja de hierba, no es menos
que el día de trabajo de las estrellas,
y que una hormiga es perfecta,
y un grano de arena,
y el huevo del régulo,
son igualmente perfectos,
y que la rana es una obra maestra,
digna de los señalados,
y que la zarzamora podría adornar,
los salones del paraíso,
y que la articulación más pequeña de mi mano,
avergüenza a las máquinas,
y que la vaca que pasta, con su cabeza gacha,
supera todas las estatuas,
y que un ratón es milagro suficiente,
como para hacer dudar,
a seis trillones de infieles.
Descubro que en mí,
se incorporaron, el gneiss y el carbón,
el musgo de largos filamentos, frutas, granos y raíces.
Que estoy estucado totalmente
con los cuadrúpedos y los pájaros,
que hubo motivos para lo que he dejado allá lejos
y que puedo hacerlo volver atrás,
y hacia mí, cuando quiera.
Es vano acelerar la vergüenza,
es vano que las plutónicas rocas,
me envíen su calor al acercarme,
es vano que el mastodonte se retrase,
y se oculte detrás del polvo de sus huesos,
es vano que se alejen los objetos muchas leguas
y asuman formas multitudinales,
es vano que el océano esculpa calaveras
y se oculten en ellas los monstruos marinos,
es vano que el aguilucho
use de morada el cielo,
es vano que la serpiente se deslice
entre lianas y troncos,
es vano que el reno huya
refugiándose en lo recóndito del bosque,
es vano que las morsas se dirijan al norte
al Labrador.
Yo les sigo velozmente, yo asciendo hasta el nido
en la fisura del peñasco.
-Este poema, reconoció Mauro, lo solemniza, lo identifica como un cantor de verdades que, aceptémoslo, revolucionó en su tiempo no sólo la poesía, la escritura, sino a la sociedad norteamericana, siempre jugando a la doble moral. Fue el primer poeta que rompió el molde con su actitud, con su beso a otro grande igual en todo, el caballero del verde clavel, el admirado, repudiado, perseguido y al mismo tiempo amado por la mayoría, el inolvidable Oscar Wilde, que había sido crucificado en su natal y victoriana Inglaterra por amar a los hombres.
Numerosas las vueltas que le dimos a la Plaza Bolívar y Mauro -hablando del Padre Libertador, para quien siempre guardó un admirable respeto, admiración y le tenía presente en su pensamiento-, se conmovía al reconocer que “al Libertador lo matamos nosotros mismos, que no lo entendimos, que lo dejamos solo al final, después que él nos diese todo, hasta la sangre misma”, argumentaba. “No supimos quererlo. Bolívar murió en la soledad más triste”, precisaba, “y aunque no es cierto que murió con una camisa prestada, sí lo es que el sacrificio hecho a favor nuestro, no se lo agradecimos. Y, lo peor, no pudo bajar tranquilo al sepulcro, porque tenía el alma destrozada por tanta tristeza y decepciones. Pero su gloria, crece, como el humilde cura y abogado José Domingo Choquenuanca lo preconiza en su maravilla de premonición tan cierta”:
«Quiso Dios de salvajes formar un gran imperio y creó a Manco Cápac; pecó su raza y lanzó a Pizarro. Después de tres siglos de expiaciones ha tenido piedad de la América y os ha creado a vos. Sois pues, el hombre de un designio providencial. Nada de lo hecho hasta ahora se asemeja a lo que habéis hecho, y para que alguno pueda imitaros será preciso que haya un mundo por libertar. Habéis fundado tres repúblicas que en el inmenso desarrollo a que están llamadas, elevan vuestra estatua a donde ninguna ha llegado. Con los siglos crecerá vuestra gloria como crece la sombra cuando el sol declina».
En una ocasión le pregunté por Don Tulio Febres Cordero, de quien Mauro estaba escribiendo una suerte de ensayo sobre las numerosas tareas que nuestro patriarca de las letras merideñas realizó en su provechosa vida.
Muro me respondió: “Fue un hombre de vasta visión, que pudo traspasar las alta montañas nuestras con su obra, sin necesidad de abandonar su Mérida nativa, Sus “Cinco águilas blancas” llevaron por el mundo su obra, simple y hermosa que tan bien nos retrata la Mérida de su tiempo”. Esa misma tarde, Mauro me informó que estaba terminando de ordenar los materiales que compondrían el segundo tomo de su trabajo sobre “El Periodismo Merideño de los Siglos XIX y XX”, una tarea si se quiere monumental que cuanto antes debe publicarse.
Mauro, sencillo, ordenado, metódico, sin alharaca alguna, iba por la vida haciendo favores. “Yo no tengo qué darle al pobre que me pide pero, si me escucha, le doy consejos”, decía sonriendo. Sin embargo, en medio de sus problemas, los problemas que todos tenemos en este tan complicado mundo, se las ingeniaba para que el bienestar se repartiese entre todos. “Porque”, aseguraba, “todos tenemos derecho a la felicidad”
No era un taumaturgo. Sencillamente actuaba reflexivo y conocía situaciones de alma que muchos con alma desconocen y otros, los que pareciera no tenerla por ahí andan buscándola
Un Mauro que hará mucha falta, porque se fue, así lo grito, una columna principal de las pocas que aún quedan sosteniendo la verdadera y exacta merideñidad.
Conocía de política, hacía política y detestaba a los que emplean la política siempre a su favor y no del colectivo. Creía en un Socialismo honesto, puro, sincero, de razones, no de imposiciones. Lo predicaba, a veces en el desierto, pero se le atendía y se le entendía, porque hablar con él de comunismo, por ejemplo, era interiorizar en la historia de los pocos hombres que trataron de convertir el marxismo en ideología buena. Por eso detestaba a los que lo habían desviado y convertido en ideología mala, porque para imponerlo se apoyaron en toda clase de excesos.
Nuestro Mauro camarada, militante de primera línea en la vanguardia, comandaba sueños con todo orgullo de los que están dispuestos al combate, aunque no puedan regresar de la batalla. Confiaba en que la democracia llegaría finalmente a convertirse en alternativa y no desconocía, por el contrario, al reconocerle éxitos y lamentar sus fracasos, que la democracia corría por las venas de los venezolanos.
Él asumía que, con el tiempo, marxistas y demócratas, de corazón, terminarían fraternos, entrelazados por una sola causa: Venezuela. Quijote, quizás. Pero, ¿quién puede desmentir que los sueños de los soñadores como Mauro y de los que con Mauro aprendimos a soñar, algún día podrán ser posibles?
El Mauro periodista merece que se le escriba su historia; que nuestro Colegio Nacional, en su Seccional de Mérida, le rinda el homenaje merecido; que se abra, en su honor, alguna Sala en donde los viejos colegas enseñen a los nuevos colegas el otro Periodismo, el periodismo de alma, no el de hoy en día desprovisto de ella, peligrosa y abiertamente deshumanizado.
Un periodismo casi para nada comprometido con el verdadero periodismo, a pasos apenas de dejar de serlo; un periodismo a punto de instituirse como simple modo de difundir noticias. No por la necesidad y urgencia de que se conozca el suceso, sino llevada la intención al triste fin de lo crematístico y no un sentimiento de sinceridad verdaderamente construido.
De allí que los Mauro Dávila seguirán siendo indispensables, necesarios, insustituibles para que el ejercicio de nuestra profesión recobre su altura de antes en estos tiempos de tanta injusticia, de tanto desaliento, de tanta venta de conciencias, de tanta vergüenza.
De Mauro recordaremos todo. La suya fue una lanza siempre en ristre para defender verdades.
Un día se lo dije, -Alfredo Aguilar es mi mejor testigo- y sonriente, me dijo:
-No, Ángel Ciro. El papel de Don Alonso Quijano, me queda grande y, fíjate, yo soy muy pequeño y nada flaco.
-Bueno, le respondí: entonces, Sancho, y ahí me tranco.
Mauro, volvió a mirarme y sentenció:
-Tampoco. Además de ser el mejor escudero, era mucho más inteligente que su señor, el caballero de la triste figura…
Pensé en Juan, el Bautista, predicando solo en su desierto, pero no me atreví a decirlo; creí verlo como un Gandhi, por su apego al pacifismo, pero callé. Es que Mauro escondía su grandeza con la humildad más ejemplar del mundo.
Y, ahora que se fue, con su libro bajo el brazo, puedo gritarlo a los cuatro vientos, y hasta pelear con quien trate de acallar mi sentimiento.
Al celebrar el Día del Periodista quisimos, en la figura de Mauro Dávila, rendir homenaje a todos los colegas ya desaparecidos, Mauro, grande entre los grandes, fue todo un apóstol del Periodismo Merideño, con reconocimiento nacional.
NOTA: El porqué de este Retrato
El Colegio Nacional de Periodistas, en su Seccional del Estado Mérida, le solicitó al entonces Gobernador, Ramón Guevara, la publicación de un folleto, con la intención de dejar impresos seis textos que retratan, en apretado resumen, la semblanza de igual número de personajes de nuestra merideñidad, que se han ido a la inmortalidad dejando aquí una obra buena, merecedora de todo reconocimiento.
Rómulo Canelón, Mauro Dávila, Javier Pulido, Noris Sosa de Contreras Jorge Luis Candales y Jesús Antonio Morón Moreno, un político militante, un verdadero puntal del Periodismo, un abogado de prestigio, una educadora gerente y lideresa; un auténtico servidor público, formador de generaciones y un penalista defensor de los intereses del Estado venezolano y de los más pobres, como lo afirma nuestro apreciado colega, el periodista y escritor Ángel Ciro Guerrero, autor de estas semblanzas, maravillosamente redactadas, en homenaje a los amigos desaparecidos en esta Mérida de luto, como lo está todo el país y el mundo, por la terrible pandemia del Covi que golpea a la Humanidad.
El gobernador aceptó nuestra solicitud, que Inmeca debió editar este cuadernillo, que el CNP le agradecería, por constituir un recuerdo imperecedero porque lo escrito, escrito queda, como igualmente quedará entre nosotros la memoria y figura de estos buenos ciudadanos, ejemplos en cada una de las disciplinas donde por igual destacaron.
Alfredo Aguilar
Presidente CNP / Mérida
AngelCiroGuerrero