Donald Trump se ufana de haber instruido a la C.I.A. (Agencia Central de Inteligencia), su aparato de espionaje, sabotaje y desestabilización de gobiernos extranjeros, para que meta sus narices en Venezuela y así rematar las recientes maniobras para derrocar el gobierno, el mismo con el que acuerda licencias para que opere CHEVRON a la vez que aumenta a 50 millones de dólares la recompensa por la cabeza de Nicolás Maduro.
Cualquier caído de la mata pensaría que esa orden de Trump es un elemento nuevo en el mapa político, como si nunca la C.I.A. hubiera participado en conspiraciones en nuestro suelo. El año 2002 estuvieron detrás del golpe de Estado conocido como el «carmonazo», que disolvió poderes públicos y concentró todo el poder en Pedro Carmona, presidente de FEDECÁMARAS. Aunque rostros del sector privado, individualidades políticas y factores de la Iglesia fueron presentados como líderes del alzamiento, no eran sino mandaderos de la C.I.A.
Ese mismo año, seis meses después, una ruptura de oficiales del Ejército con el gobierno de Hugo Chávez se manifestó en la plaza Altamira como una confrontación entre militares leales al gobierno y militares autodenominados democráticos que se declararon en desobediencia legítima.
Ambos levantamientos han quedado registrados como acciones de sectores de la sociedad que «por su cuenta» resolvieron alzarse contra el poder. Empresarios, políticos y obispos en abril y después en octubre militares críticos de decisiones del gobierno de Chávez. La injerencia del gobierno de los Estados Unidos fue manejada con discreción y los conflictos explotaron bajo la fachada de protestas de diferentes sectores del país ante numerosas y arbitrarias expropiaciones, partidización de PDVSA, intervención de medios de comunicación y marcado autoritarismo. Aunque lucían como acciones autónomas de grupos sociales descontentos, las manos de la C.I.A. moldearon y dirigieron esos actos de desestabilización.
Años después, sin que hubiésemos dejado de pasar por desajustes y turbulencias dado el deterioro de los niveles de vida generado por el encogimiento del aparato productivo y el aumento desbordante de la confrontación política, se presentó a pocos meses del triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones de abril de 2013 un movimiento de protesta que reclamaba, bajo el nombre de «la salida», un cambio político inmediato.
Equivalía en la práctica a un desconocimiento de las recientes elecciones. Las calles fueron tomadas una y otra vez exigiendo el cambio de gobierno. Protestas públicas, violencia, represión, decenas de decenas de muertos y luto colectivo coparon la acción política. Los diplomáticos y agentes de inteligencia norteamericanos se emplearon a fondo en tensar los conflictos, en servir de enlace entre sectores e individualidades de oposición y en llevar la confrontación y crisis política a su máxima expresión.
Para el año 2019, cuando explotó el golpe de Estado o gobierno interino paralelo cuyo protagonista más notorio fue Juan Guaidó, alrededor de quien coincidía una alianza de partidos, cesa la actuación de Estados Unidos detrás de bastidores y se inicia una etapa de pública y publicitada injerencia de ese país en la política venezolana. El embajador James Sthory convoca permanentemente a los partidos de oposición involucrados, los coordina e instruye, tarea que continúa desde Bogotá cuando se vio obligado a funcionar desde allá. Financia abundantemente a los golpistas y los recursos que antes entregaban sigilosamente pasan a ser del conocimiento público con la creación por parte de los Estados Unidos de la partida presupuestaria «Defensa de la Democracia», con la que desde hace varios años mantienen a esas organizaciones políticas y a sus dirigentes.
El 5 de febrero de 2020 Juan Guaidó es recibido en el Congreso de Estados Unidos a propósito de la presentación por parte de Donald Trump del discurso anual sobre el Estado de la Unión. Era la legitimación más importante del golpe de Estado y una bofetada a toda Venezuela. El mensaje estaba claro: “la historia de Venezuela es la que nosotros escribimos desde Washington, la que nos da la gana, no la que hacen ustedes allá lejos en Venezuela”. Esa noche Trump se refirió a Guaidó como el verdadero y legítimo presidente de Venezuela. Y como para que la injerencia sea plena hacen falta el que interviene y el que clama por la intervención, ocurrió el acoplamiento perfecto cuando Guaidó y sus respaldantes pidieron intervención estadounidense, la celebraron y ante Trump y su gobierno rendían cuentas.
Toda esa acción desestabilizadora expresada en la exacerbación de la confrontación extrema, el carmonazo, el conflicto de la plaza Altamira, la insistente promoción de la abstención, el montaje de «la salida», la estafa del gobierno interino de Guaidó, la solicitud de sanciones, la concreción del bloqueo económico y la confiscación de bienes venezolanos en el exterior, entre otros hechos políticos, fue protestada y denunciada por nosotros desde el principio como acciones lesivas al interés nacional, dañinas para Venezuela, perversas, de diabólica intención, y como contrarias al cambio político buscado porque terminarían empeorando el clima político fortaleciendo al gobierno, lo que ha ocurrido.
Los tutelados por el Departamento de Estado seguían vendiéndose como adalides de lo que llamaban la oposición verdadera, a la par que desarrollaban multimillonarias campañas sucias, de intimidación y chantaje contra quienes osaran estar en desacuerdo con las acciones que dirigían. Así lograron silenciar a muchos sectores y personalidades que disentían de ellos, temerosos de ser difamados por las redes y por influencers y periodistas francotiradores que también estaban en las nóminas de los oficiales de inteligencia gringos y a la vez cobraban en la de “Defensa de la Democracia”, eficiente esta última en domesticar y reducir a supuestos «duros» a los criterios del Departamento de Estado.
En enero de este año 2025 llegaba de nuevo Trump al poder, frustrado por no haber derrocado a Maduro y por no haberse apropiado del petróleo venezolano, operación que según sus propias declaraciones tenía lista y que sólo la debilidad y torpeza de Biden, según Trump, estropeó. Ahora no parece dispuesto a perder más tiempo ni a dilapidar más millones de dólares con sus socios menores de Venezuela. Son obedientes a sus designios, pero les perdió confianza y optó por tomar las cosas en sus propias manos. Lo que está en juego es el petróleo y decidió involucrarse personalmente.
Es así como ha emprendido una intensa campaña de desprestigio contra los venezolanos y contra Venezuela, presentando al país como asiento de indeseables que comprometen la seguridad de los Estados Unidos y ante quienes hay que actuar con firmeza. Ya no se trata de seguir respaldando a conspiradores y golpistas que pretenden liberar a su país de un gobierno que sus nacionales rechazan, se trata ahora de acabar con la imagen de Venezuela, de desprestigiarla, de exponerla al escarnio y de abrirle un expediente en la opinión pública mundial que justifique la invasión militar de los Estados Unidos y apoderarse ya, sin intermediarios ni subalternos, del petróleo, gas, oro y otras riquezas.
Oleadas de inmigrantes que desde el primer gobierno de Trump fueron estimulados y seducidos a abandonar a Venezuela por ser un país inseguro, invivible, sin futuro; esos mismos venezolanos a los que la burocracia norteamericana concedió asilos sin que nadie los estuviese persiguiendo, ahora son acusados de pertenecer al Tren de Aragua, peligrosa banda disminuida y casi en extinción en nuestro país, pero a la que Trump dio inflada relevancia con el fin de dañar a Venezuela. Todo delito cometido en ciudades norteamericanas es achacado a venezolanos del Tren de Aragua. Todo venezolano es sospechoso, un delincuente en potencia. Esa es la orientación propagandística que Trump adoptó para su campaña sucia.
Buena parte de los inmigrantes venezolanos en Estados Unidos respondieron con campañas afirmando que ellos comerciantes, ellos estudiantes, ellos profesionales, o ellos trabajadores de la construcción, eran gente honesta y buena, que pagaban sus impuestos, que eran gente decente. Era el alarido de una comunidad ofendida y lastimada. Ya la puñalada estaba clavada en el amor propio y el nombre del país por el suelo.
La siguiente maldad de Trump tenía el camino andado. La oposición golpista y extremista, conducida bajo el criterio según el cual el que más ofenda, degrade, difame, ganará jerarquía y reconocimiento en la escala del “buen opositor”, había regado desde hace años que los militares venezolanos son narcotraficantes, con lo que clavaban una estaca en el corazón del chavismo, movimiento político con amplio respaldo entre oficiales, tropa y familias de militares. Una y mil veces los detractores repetían esa cantaleta de los militares narcotraficantes como un guion, de caletre, el mismo usado por influencers y periodistas de la nómina. El Cartel de los Soles y la narcodictadura se convirtieron en los términos en que Trump se refiere al gobierno y a las instituciones venezolanas.
Aunque muy pregonado lo del Tren de Aragua y el Cartel de los Soles, resultaron hechos distantes de la realidad y se fueron cayendo por su propio peso, aunque ya formaban parte gruesa del expediente contra Venezuela y contra su gobierno. Trump debía dar una estocada final antes de que tales prédicas se desinflaran. Surgió entonces el tercer movimiento: Venezuela, dice Trump, tiene al ancho territorio de los Estados Unidos invadido con cocaína y fentanilo. Era preciso detener esa penetración que causaba la muerte de decenas de miles de estadounidenses cada año. Con la fuerza de ese argumento Trump ocupa el Mar Caribe con portaviones, unidades militares diversas, armamento sofisticado y todo está listo para triturar al país que ha provocado, según Trump, la enloquecida conducta de adicción a las drogas en los Estados Unidos. Y comienza la masacre, ya han sido asesinadas más de setenta personas no identificadas. No se sabe si eran pescadores, contrabandistas, transportistas de enseres diversos, o qué hacían en esas lanchas. Nadie ha visto la supuesta carga de drogas que llevaban, ni hay prueba alguna de ello, como tampoco hay base legal para esos asesinatos sin fórmula de juicio, ni autorización del Congreso de los Estados Unidos, lo que debe ocurrir en caso de que se alegue estar en guerra. Son actuaciones que violan varias disposiciones del Derecho Internacional. Unos matones andan sueltos en el Caribe, resueltos a atropellar a Venezuela, mientras que en los propios Estados Unidos los analistas repiten sin cesar que Venezuela no produce cocaína ni fentanilo, que más del 90% de la droga entra por México y por el Pacífico. Ya es una voz común que esas matazones y amenazas no forman parte de lucha alguna contra el narcotráfico sino una decisión arbitraria, sobre bases infundadas, para apoderarse por la fuerza del petróleo de Venezuela.
Ya que no le funcionaron acciones de desestabilización, tampoco las intentonas de golpes de Estado, y dado que la asfixia económica producto del bloqueo no logró el objetivo de derrocar a Maduro, Trump usa ahora directamente a su gobierno y a los militares para organizar una invasión que lo haga dueño del petróleo venezolano, objetivo que le aplauden con frenesí, frotándose las manos, los mismos que promovieron el carmonazo, «la salida» y el fantasioso, pero entreguista régimen de Guaidó.
No está claro el desenlace de este terrible episodio, pero sí quienes son nuestros declarados enemigos en el exterior y quiénes, aunque nacidos en esta tierra, no merecen llamarse venezolanos.
ClaudioFermín


