I
EL AVISO DE LA MUERTE
Fue entonces cuando aleteó la mariposa de la muerte. Sus alas grises esparcían el polen de las cayenas que embellecen el jardín de San Pedro Alejandrino. Era la una de la tarde. La canícula se clavaba en los hombres que lloraban. Todos construidos de hierro y basalto, sin embargo, que venían de la guerra, curtida la piel, mostrando heridas todavía no cicatrizadas. Habían cabalgado junto al Héroe más de treinta mil kilómetros por la barriga gigantesca de una tierra en llamas. Estaban acostumbrados al dolor, pero no a las despedidas.
Fue entonces cuando aleteó mucho más la mariposa de la muerte. Y al hacerlo dejó ver la angustia en los rostros de los que aguardaban el último suspiro en aquella habitación ajena al Grande Hombre que había sido dueño de un mundo, pero que no tenía camisa decente para cubrirse ante la muerte su débil armadura de huesos largos y suaves, tan próximos a la fractura que el médico había prohibido abanicarle cerca por temor a que se elevara por los aires.
Fue entonces cuando aleteó la mariposa de la muerte. Ya cercana al rostro enflaquecido a los extremos de quien en otros tiempos blandía con tal fuerza su espada que hasta en el sueño vencía a los tiranos, pero que ahora estaba ahí, inmóvil, desguarnecido, impávido, un hombre que nunca tuvo miedo, esperando se le abrieran las puertas de la eternidad. Y en ese vuelo, la mariposa de la muerte terminó de esparcir el polen de las cayenas como señal última de su presencia sobre el espacio-tierra al espacio-cielo al Hombre que se estaba muriendo allí, pasado el mediodía de aquel aciago 17 de diciembre, lejos de los suyos de sangre, lejos de los que le amaron siempre, lejos de los miles que pudo albergar su corazón inmenso.
Ya no estaba erguido sobre la Sabana de Carabobo, dirigiendo la batalla final, como un dios vestido de general en jefe, a quien amaban y seguían soldados y pueblos. Tampoco ahora se semejaba al tribuno de encendido verbo que en Angostura pre fijaba las reglas que habrían de dirigir la vida de los hombres libres. Menos el líder de ideas geniales, al que admiraban reyes y reinas y el adversario estimaba como un honor el combatirlo. Se parecía más bien al caballero de la triste figura cansado y derrotado por miles y miles de molinos de viento cuyos miles y miles de aspas eran espadas atravesándolo el alma. Sin embargo, en la penumbra del cuarto donde yacía cadavérico, respirando deseos de no irse todavía, algo como una luz sobresalía de sus sienes, como si fuese una corona de espinas, como si él fuese alguien parecido al Nazareno también cargando hacia su Gólgota la pesada cruz.
La mariposa de la muerte se posó finalmente y, entonces, el alma partió al encuentro con su propia historia, la que fue atesorando mientras construía cinco naciones. Y dijo: “¡Ay, me estoy muriendo!”. Quería decir que ya no tenía tiempo para lograr que la paz definitiva aferrarse a todos los partidos de La Unión tan anhelada ayer como hoy, tan necesaria para mañana. Y dijo; “¡Ay, me estoy muriendo!”, con tanta fuerza que se escuchó el crujir de huesos y la respiración saliendo de lo más hondo de aquél cuerpo que no se resignaba a morir para siempre. Y dijo: “¡Ay, me estoy muriendo!”, para querer decir que no se quería morir porque aún le quedaba mucho por hacer pues, lo sabía, la libertad seguía siendo una entelequia.
Había perdido toda su vida en conseguirla. En hacerla viva. Buscaba, ahora, desesperado, tiempo. Ese tiempo que siempre le hizo falta para enroscarse como una culebra sobre el cuerpo de culebra de su Manuela en cualquier tarde que le robaba a la planificación de la guerra o al ejercicio mismo de su altísima jefatura.
“¡Ay!”, dijo. Y todos volteamos a mirarle a los ojos negros y profundos, que estaban fijos en la mariposa de la muerte persiguiéndolo. “¡Ay!”, dijo otra vez. Y todos le buscamos el sitio exacto en donde le dolía porque el quejido fue, hay que decirlo, tan lastimero, tan cierto, tan fuerte, que nos dolió a todos el daño que le infringía el destino. Fue, lo supimos, una puñalada que rasgó el poco velo que quedaba entre su vida y su muerte. Le vimos muriendo así, lenta y dolorosamente, como si no quisiera morirse a pesar de que ya tenía empeñado el adiós y él, hombre de palabra, buscara hacerle trampa a su propio compromiso. Estaba allí, cuarenta y siete años después de su alumbramiento, negándose a partir hacia la nada, pues lo que quería era exiliarse en Europa y así se lo había dicho al fiel Palacios cuando le ordenó preparar las maletas, decepcionado y triste porque ya nadie lo quería.
Lejos, muy lejos de allí. Sobreviviendo en Bogotá, ella, la Libertadora del Libertador, guardaba los cajones con las cartas. En una de ellas se leía la desesperada declaración de amor y de deseo: “…Tú quieres verme, siquiera con los ojos. Yo también quiero verte, reverte y tocarte y sentirte y saborearte y unirte a mi poder por todos los contactos…”. Ella, su “amable loca”, la que le salvó dos veces su vida, asunto que “no tiene ninguna importancia ante el hecho cierto de haberle salvado su gloria”.
Quizás, no lo sabemos, en su agonía, adentro, muy adentro del quebrado corazón, este amante que se nos moría sin poder hacer nosotros nada a su favor, la habría llamado con la misma urgencia de ese lastimero “Ven, ven luego…”, que le carcomía el alma en la espera del calor que ella le daba a su flaco cuerpo, entonces ágil como el de un lince, poderoso como el de un tigre.
El sol, afuera en el patio, hacía daño porque era tan intensa su luz caribeña que hasta los caballos se refugiaban en la sombra y la sombra no alcanza cubrir a hombres y caballos, arremolinados bajo el samán inmenso y a bien plantada fila de palmeras. Los alazanes, ya ensillados, a la espera de los jinetes que se irían a repartir la infausta nueva por todo el universo.
¡Qué lejos quedaba el patio de granados en donde jugó a ser soldado, montado en el palo de la escoba con la cual su otra madre, la Negra Matea, barría la enorme casona de San Jacinto hasta que el sol marcaba, con su raya de sombra en el reloj de piedra, allí, enfrente, en la plaza, las seis de la tarde, hora en que tañían las campanas de la vecina catedral. ¡Qué distancia tan enorme entre el primer disparo que saliera de su rifle de granadero real al del pistoletazo que le ganó su primer muerto en la Batalla de Los Frailes! y ¡qué inmenso el barranco que separaba su blasfemia cuando el terremoto arrasó Caracas y su conversación con el Supremo cuando deliraba allá en el Chimborazo! ¡Qué negro el espacio abierto entre la madrugada aquella en la Casa Guipuzcoana cuando entregó al Generalísimo a los españoles y la tarde en que, años después, victorioso en Boyacá, ordenara fusilar Vanoni, el traidor de Puerto Cabello, su primera derrota! ¡Qué hondo el precipicio que se abría entre él y su destino desde el instante mismo en que juró en el Monte Sacro y su diosa la guerra, al poder y a la gloria cuando partió a las cuatro de la madrugada del 8 de mayo de 1830, desde Santa Fe buscando inútilmente exiliarse en Francia o Inglaterra!
La mariposa de la muerte aleteó por última vez y el Hombre cerró los ojos para no ver su propia muerte, y los que allí estuvimos los abrimos para no ahogarnos entre tanta lágrima. “¡Carajo!”, gritó Montilla imprecando a la de la guadaña en frustrado intento por no dejar marcharse al que se le moría enfrente, el que había sido su mejor amigo, su hermano y su jefe, el que le guiase por todos los campos de batalla en una guerra de nunca acabar, pasando por encima de miles de cadáveres, que apestaban, cuyos rostros feos por el rictus de la muerte, rojos de sangre y sobre ellos la zamurera, quedaban impresos para siempre en la retina de los sobrevivientes a tanto sufrimiento que les costaba el hacer patria aquella tierra que les imploraba libertad.
Es que se moría el Hombre que podía resolver toda clase de dificultades, menos ésta tan crucial, la de su propia muerte. Se moría quien, según el escritor colombiano Ramiro De La Espriella –uno de los más destacados especialistas en el Bolívar Político-, había sido el estratega “quien al decretar la guerra a muerte y la guerra larga y de movimientos contra la guerra de posiciones propia de una potencia asentada sobre un gran poder de fuego, no sólo estaba revolucionando hasta nuestros días la insurgencia de los débiles contra los poderosos, sino que había encontrado una filosofía de espíritu y de la inteligencia en los propios materiales inflamables de su ideología política, y estaba renovando para el mundo, el acervo de su incontrastable poder…”.
La mariposa de la muerte, en apenas una millonésima de segundo, detuvo su aleteo ya sobre la larga, ancha y arrugada frente del que se estaba muriendo. Fijó allí su última carga y todos pudimos presenciar, afortunados, con gran asombro, el milagroso instante en que el alma dejaba ése cuerpo quijotesco tan maltratado por la vida. Todo había concluido.
Reverend le toma el pulso y confirma que allí ya no hay vida. Mira a quienes rodean el cadáver excelso en su grandeza, pero pobre en carne y huesos, y mueve su cabeza de blanca cabellera con profunda tristeza. Es un francés venido a la América buscando la libertad. “¿Y la encontró, acaso?”, alguna vez en el tedioso mediodía de San Pedro Alejandrino, le preguntase su más ilustre paciente.
De la sombra en donde se cubría de la canícula sale un jinete veloz hacia la vecina Santa Marta. De allí se esparció por los cuatro puntos cardinales de la tierra la dolorosa noticia: “¡Soldados! ¡Murió el Sol de Colombia!”
II
EL RECLAMO DE LA GLORIA
Ahora que estás muerto, Padre, muerto por una muerte que no te mató, que no podrá matarte nunca, aunque algunos ayer, hoy y mañana querrán intentar seguir matándote pero no con el puñal parricida ni con el veneno de la desidia, tampoco con la ofensa panfletaria, ni el grito destemplado, sino con la incomprensión y el olvido de tus verdades.
Ahora que estás muerto, Padre, muerto por una muerte que no te mató, que no podrá matarte nunca, permítenos que cobijados en ti, plenos de ti, fortalecidos en ti, rebusquemos el camino para hallarte vivo entre nosotros y sentirte otra vez inundando de grandeza, tu grandeza, nuestro escaso territorio espiritual para que allí sigas creciendo, como el Hombre, el Héroe, el Genio.
Y no porque hayas de ser el Genio, el Héroe y el Hombre, sino porque nosotros no hemos sabido creer en ti, ni entender que tu enseñanza es lo más maravilloso que podamos tener los que somos tus hijos para crecer en la patria que nos legaste.
Claro, una patria que teníamos que ir terminando de construir. Una patria que tú imaginaste grande, libre, poderosa. Una patria que creaste para que fuese de todos. No una patria pobre. No una patria compartimentada. No una patria de angustias sino una patria de alegría. Una patria, en fin, digna de tu Gloria, porque tu Gloria es tan inmensa que “crecerá como cree la sombra cuando la luz del sol declina”, prodigio que vaticinaba el humilde cura Choquehuanca.
¡Padre nuestro, Libertador, te preguntamos: ¿Habremos hecho caso omiso de tus lecciones? ¿Sí? ¡Perdónanos, entonces, por no terminar de entender que “si no hay un respeto sagrado por la patria y por las leyes, y por las autoridades, la sociedad es una confusión, un abismo” y “es un conflicto singular de hombre a hombre, de cuerpo a cuerpo”. ¡Perdónanos, Padre Nuestro, Liberador, por haber desobedecido su mandato cuando, en Angostura, nos exhortaste a que “la unidad, unidad y unidad debe ser nuestra divisa”.
Ahora que estás muerto, Padre, muerto por una muerte que no te mató, que no podrá matarte nunca, permítenos regresar a tu corazón dispuestos a no pecar más de olvido y a tejer de nuevo la red que nos abrace a ti, definitivamente. Padre Nuestro, Libertador. Arquitecto y soldado. General y obrero. Campesino, periodista y doctor. Pescador y marinero. Niño de ojos de admiración. Gacela de oído sensible y tan imperceptible cual el vuelo del colibrí, como el ruido de la hoja cayendo y el copo de nieve diluyéndose en el instante mismo en se se produce el maravilloso baile de la sístole y la diástole allá adentro en el corazón bombeando sangre, que es la vida en movimiento.
Padre Nuestro, Libertador. Hemos venido desde todos los rincones de la patria tuya a rendirte el homenaje del amor en esta hora de la conmemoración del día en que dicen te fuiste muerto. Dejar sobre tu imagen el otro polen que dispersa la otra mariposa, la mariposa de la vida, crisálida hermosa que ahora va volando hacia ti, por sobre el horizonte, por sobre la montaña, por sobre la mar inmensa, buscando la rendija mejor por donde quepa nuestro acto de contrición por haberte olvidado alguna vez o todas las veces; por haber pronunciado en vano tu sagrado nombre; por haber equivocado la interpretación de tu enseñanzas; por haber olvidado que tu figura nos honra, enorgullece, asombra y enaltece y también vivifica y nos alegra.
Padre Nuestro, Libertador, que vivirás en cada esquina de la patria y en cada resquicio de la tierra que conforma la patria, y en cada niño que nace, en cada pajarito que bebe la gota de rocío; en cada soplo de brisa que se enreda en los árboles arriba, los sauces del páramo, y en la ola que va y viene desde que la mar es la mar y el mundo es el mundo; en el amor que se transmuta en pasión y la pasión que con mucha fuerza se torna posesiva en cada amanecer de sol espléndido y en cada atardecer de Juan Griego donde ese sol se oculta para dejar que salga la luna de Margarita, una luna única, una luna tan hermosa que no la hay en otra parte.
Padre Nuestro, Libertador. Como lo escribió Neruda en su Canto General, construido sobre las piedras milenarias de Macchu Picchu: “Renaces cada cien años, cuando renace el pueblo”. Y es verdad.
Pero no fuiste muerto por la muerte que no te mató, sino que estás vivo en el aire que se respira, en la flor que se abre, en la sonrisa del niño que aprende a quererte; en la del anciano satisfecho de haberte querido, y en la satisfacción del joven que dispara su esperanza hacia el futuro.
Padre Nuestro, Libertador. ¡Déjanos cantarte en este Día en que conmemoramos tu nombre y tu figura, tu imagen y tu historia, tu generosidad y sacrificio, tu vida y tu muerte. Por eso acudimos hoy a tus pies para festejar que sigas protegiéndonos desde los altares de la patria.
¡Padre Nuestro, Libertador. ¡Protégenos!
¡Padre Nuestro, Libertador. ¡Bendícenos!
Discurso de Orden, pronunciado por Angel Ciro Guerrero, el 7 de diciembre de 2008, en la conmemoración del 178 Aniversario de la desaparición física del más Grande Hombre de América, el Genio de la Libertad. Plaza Bolívar de La Asunción. Nueva Esparta.
AngelCiroGuerrero