
El mármol, la piedra, el hierro, la madera y el aluminio en sus manos adquieren tantas formas que en su casa se vive, como en Macondo, en un claro ambiente donde reina el realismo mágico. Usted camina entre aviones volando, pavos reales, pájaros, autobuses repletos de pasajeros hacia ninguna parte y, sobre todo, los rostros de piedra que tienen alma porque están vivos.
I De maravillas y asombro
Si usted quiere vivir instantes de asombro, en los cuales maravillado pueda ver aviones y helicópteros volando sin aeropista o helipuerto en donde aterrizar, junto a guacamayas, pavos reales, loritos, cotorras y toda clase de pájaros de formas multicolores, mientras las palmeras se doblan por el peso de los dátiles bailándole al viento y, raudos, también cruzan imaginarias autopistas toda suerte de vehículos, desde pesados camiones de carga, autobuses repletos de caras alegres mirando por las ventanas que son de papel transparente, automóviles antiguos y carretas tiradas por acerados caballos, pero también modelos fórmula uno y costosos deportivos, sin que en nada disminuya en usted, observador extasiado, su interés por aquella suerte de paraíso en donde hay de todo, hasta una botica en miniatura con estantes y frascos de guardar píldoras, con un Almanaque de los Hermanos Rojas.
Todo en esa casa, museo y bodega al mismo tiempo, que el escultor personalmente atiende del mundo, es una suerte de escenario mágico en donde hay cientos de objetos que no parecen ni asemejan serlo sino que tienen vida propia siempre que cuando usted entre a ese sitio de maravillas sienta que puede montarse en cualquiera de los aeroplanos de la II Guerra Mundial y disponerse a entrar en combate contra el siempre invicto y jamás vencido “Baròn Rojo”, aquél piloto nazi que desparramó por tierras de Francia a media aviación aliada convertida en añicos por la precisión de tiro de su bien artillada ametralladora, que lo espera agazapado detrás de las nubes.
O disponerse a recorrer el mundo desde el aire en esas piezas que vuelan porque están tan bien logradas que cruzan el aire, dentro de su humilde material con el cual fueron construidas, armadas, construidas y montadas; o viajar en compañía de los alegres pasajeros, ya se dijo, van hacia un punto sin rumbo, porque a ellos no les interesa brújula alguna que les marque un destino, tampoco la bitácora para que se sepa hacia dónde y cómo navegan los trasatlánticos, ni las naves piratas, con cañones, pata de palo y lorito incluido de fieros corsarios y contrabandistas del Caribe, menos los veloces catamaranes y los elegantes veleros donde hermosas muchachas asustadas observan a los muchachos valientes nadar junto a las sirenas que los enamoran con sus cánticos tristes para llevárselos hacia el fondo, mientras los delfines nadan, nadan y nadan en la mar.
Una mar, la que rodea a Margarita, que como José Aguilera no puede esculpirla, sin embargo la ha pintado infinidad de veces en tabloncillos, lienzo, papel y pizarrones que, así se lo imagina este cronista y fabulador, un día pasando por el frente de la que fue su escuela ¡Oh sorpresa! Los encontró abandonados pero, que a pesar de la palidez del tiempo que tienen encima, al leer la escritura en ellos hecha con tizas de colores, porque era la mar, eran los delfines, eran las sirenas y eran los muchachos y las muchachas y los veleros que allí, apretujados, formaban multitud, el pintó colocando en la playa una mata de mango, la misma que hace setenta años le encargó la maestra dibujara para festejar el Día del Árbol, porque José Aguilera a los siete años era no sólo el alumno más aplicado e inteligente sino el que pintaba más bonito en todo el pueblo y sus alrededores.
La misma mata de mango, imagino que me dice, donde a la hora del recreo se subía a mirar la distancia y a la hora del regaño, porque no se quería bajar, le decía a su maestra –que nunca le creyó porque su confesión era presagio, algo extraordinario para su edad y tiempo- que él lograría descubrir algún día el secreto de cómo dominar la fabricación de las cosas que, en piedritas convertía en muñequitos –como otro tanto hacía Aureliano pero con pescaditos de oro- llegando en efecto a dominar gracias al diario tesón y a la sacrosanta paciencia.
Por eso usted lo puede ver, casi transfigurado, cincelando la piedra coralina que se procura en El Piache y con mazo y escofina trabajando con precisión de cirujano el frío y duro mármol que sus amigos escultores le envían en trozos desde los cuatro confines de la tierra; y verlo trabajar igualmente el hierro y el aluminio, con el cual especialmente ha contraído un provechoso acuerdo que, de paso, beneficia al medio ambiente, porque en sus manos las latas de refresco, de malta, jugos y cerveza se convierten en las maravillas, la palabra allí se repite sin cansancio, arriba descritas que, por la magia de quien las esculpe, adquieren, y ahí está lo del asombro y la maravilla confundidas, esa clase de vida tan viva que los maestros como José Aguilera pueden imprimirle a sus creaciones.
II Rostros de piedra con alma y tornillos que también tienen vida
Más allá, el garaje, convertido en permanente sala de exhibición. Aquí se le presentan al espectador otros cientos de esculturas de formatos y materiales diversos. En ellos priva, el mármol, la piedra, la madera y el hierro que, en conjunto, como el que nos da la bienvenida, de aluminio puro, el que anda volando por los aires, ofrecen otra clase, clásica, de maravillas. Entre las cuales destaca, a pesar de su escaso volumen, una maternidad, de abultado vientre, abierto en el justo centro y reposando en su placenta que da vida y le alimenta el feto, admirablemente tallado. Como la redondez precisa de los enormes senos listos para amantar.
El suyo es un rostro sin ojos ni boca pero sin embargo tan vivo que uno no necesita mucho esfuerzo para descubrirle una cara de madre feliz por su próximo alumbramiento. Bélgica Rodríguez, la famosa crítica de arte, tiene varios años persiguiendo a José Aguilera uno, para que le permita exhibirla en los museos del mundo y, dos, porque la quiere adquirir dada su belleza, en talla y sentimiento.
Arturo Uslar Pietri, uno de los capitanes de las letras latinoamericanas, orgullo de la literatura venezolana, estuvo en Margarita dictando una conferencia que la reflejó la prensa del continente. A la interesante intervención del importante literato asistió el escultor José Aguilera, al que le fue presentado a Uslar Pietri. Interesado en conocer su obra, el escritor se “autoinvitó” a su casa y, al otro día, a las 6 de la Manama, antes de irse al aeropuerto, se le apareció en la casa-tienda-taller y museo, insistiendo en adquirirle algunas de las piezas. Aguilera no le vendió ninguna, aduciendo no hacerlo porque significaba desprenderse de una parte de su alma. El afamado escritor y hombre público le expresó, de buena fe, que el hecho le resultaba incomprensible, y se marcho lamentando haber fallado en el intento.
La anécdota me la cuenta el colega periodista Diógenes Rodríguez Mata, actualmente director de la Emisora AM Radio Nueva Esparta, quien le conoció y en la edición de julio de 2012 de la revista “Islamar”, que entonces dirigía, publicó el primer reportaje que se le hiciera al escultor, además del hermoso libreto “José Aguilera o la huella de la piedra”, para uno de sus Programas radiofónicos en la citada emisora, la decana de la radiodiodifusión insular.
Rodríguez Mata escribió lo siguiente: “Solo las abruptas piedras guardan los secretos inconmovibles de lo natural. Allí están los círculos de la vida; pequeñas aristas uniformes como vetas de otros origines cumplen el nítido hallazgo de nuevas formaciones pétreas. ¿Es posible percibir dónde comienza o dónde concluye la exacta fugacidad, la sutil sencillez de las piedras de esta isla?
Y Diógenes repite, con el poeta Juan Manuel González, la su canción de las piedras humildes”:
Sentadas en el borde transparente del día
Las piedras olvidadas oyen la eternidad.
Cantan “en el rumor de las nubes antiguas,
Y en la brisa que lleva su rebaño de pájaros
Hacia el vallado azul de los montes rendidos….
Si se va por la derecha, uno puede saludar, conversar incluso, porque pareciera que hablan, con un Don Alonso Quijano, antes de decidirse a salvar doncellas y combatir poderosos caballeros –como él- por los campos castellanos, pero adversarios, convertidos en molinos. Igual, un Napoleón ya regresado del exilio en Santa Elena, al cual se le aprecia en la cara su deseo de poder, porque la autoridad se le sale por los ojos. El corso tiene enigmática sonrisa, como la de la dama florentina aquélla que, también pintada esta vez, no por Leonardo, sino por José, nos mira con la misma picardía y misterio que la eternizara Da Vinci.
Más allá enroscada, como si estuviese escondida en la piedra, una culebra dispuesta a inyectar veneno dado el realismo que desprende tan bien lograda talla. Sigue una colección muy particular de rostros de Bolívar, uno de ellos lo muestra triste, tan triste que nos contagia la tristeza suya al verlo tan acongojado por haberse muerto. En contraparte, un Bolívar, sereno, reflexivo, cuyos ojos miran el fondo de las almas que lo admiran y sentimos que lo logra porque nos empequeñecemos ante su gloria. Está otro Bolívar, con bigote y pelo revuelto, cara de desespero, por no haber podido lograr del todo lo que se había propuesto para su amada Gran Colombia; y otro Bolívar, el enamorado, esta vez feliz porque piensa en su Manuela, que está también tallada pero expuesta a propósito lejos de su amado que uno siente que la llama con la urgencia del amor y el agradecimiento por protegerle la vida en esa noche de cuchillos septembrina.
Son todos rostros de piedra y de mármol, pero con alma. Siguen las tallas en madera, hermosamente logradas como objetivo mostrando para siempre figuras que se disputan la admiración de quienes las contemplamos. La madera, pulcramente trabajada hasta convertirla en lo inimaginable, reluciente a pesar de tantos años eternizada, junto a las figuras hechas de tuercas, clavos, tornillos y cabilla convertidas en médico atendiendo un parto: de una barriga tejida en alambre, sale un bebé hecho con un tornillito, el más mínimo de todos los tornillos que hay en el mundo, sonriéndole a la vida que comienza.
Le sigue un periodista con su lápiz y libreta registrando el alumbramiento. Luego, un internauta con su computadora y un celular y mesa de trabajo, que incluye libros, perdón, quise decir laminitas de hierro todas de igual tamaño pero perfectamente trastocadas en tomos sobre el Reino Animal. A continuación, un general blandiendo espada con sus soldados en formación, firmes y saludando, marcha al combate.
Un pulpero de grueso bigote y sombrero, vende de todo agrupado en aparadores donde lucen cartoncitos de leche en polvo, sacos con granos, hortalizas, refrescos y mil artículos más en miniatura. “Es la serie de los tornillos”, dice el escultor, con la satisfacción “de haberlos puesto, cada uno en su lugar para que nadie diga que andan por ahí sueltos”. Por la izquierda del garaje, colgando del techo, están los pavos reales, los papagayos, las guacharacas, y uno supone la ruidosa algarabía, casi la escucha, y trata de no enredarse en las majestuosas, largas, brillantes en su azul y verde colorido, confundidas con el plumaje igualmente vistoso, pero más de arcoíris, de las guacamayas que, también uno las puede ver volar si tiene los ojos abiertos para ver maravillas.
III El averiguador de distancias
A cuadra y media, calle abajo, de El Sol de Margarita, está la casa-taller y museo del poeta, artista y escultor José Aguilera, uno de los hombres de la cultura insular más valiosos pero menos exaltado, lo que no le importa ni a él ni a los muchos, pero realmente muchos, en la región, el país y afuera, que lo valoran desde siempre y lo saben entre los cultores principales del arte popular, esta vez la escultura, en tierra latinoamericana.
Modesto, con tal modestia que la modestia misma se esconde para que no la descubran, setenta años después de haberle dicho a su maestra que él alguna vez llegaría a descubrir lo lejos de las distancias y a dominar también el secreto de la fabricación de las cosas, este hombre que se pasa la vida construyendo con sus manos arte, vive todavía soñando, feliz de hacerlo, sin preocupaciones por que le compren sus piezas, que deja verlas y que las toquen, pero que le duele profundamente desprenderse de ellas por lo que no las vende.
Es que si lo hubiese hecho desde un principio, sería rico, sí, pero un rico sin ser el propio dueño de sus riquezas tan preciadas, sus creaciones. Las fue atesorando y, aunque no le quepan ya en la bodega que atiende, en el recibo, en el garaje, en el patio ni en los demás cuartos de la casa, las guarda con la emoción y el cuido a cada una como si cada una fuese la primera que saliera de las manos de este hombre averiguador de distancias, tarea que dedicó todos los años que han transcurrido desde que a los cinco de edad comenzó en el patio familiar a trabajar rostros unos y extrañas figuras otros, que le hicieron exclamar a la abuela Rosa, que su nieto, el hijo de Lencho y de Eloísa, llegaría lejos.
Premonición que José Aguilera convirtió en reto. Reto que aceptó y cumplió. Porque, a estas alturas de su vida, puede afirmar sin equivocación alguna, que si bien la distancia estaba lejos, pudo acercarla y convertirla en sus obras porque cada una de ellas es un paso dado en esa búsqueda de siglos. Desde Laguna de Raya donde naciera, en 1924, hasta el día de hoy, afortunadamente para que lo admiremos como un hacedor de maravillas, honra de la margariteñidad y figura que debe serlo declarada como tal del patrimonio cultural neoespartano.
En homenaje al Maestro José Aguilera, ya desaparecido, escultor y poeta, modesto al extremo que su humildad lo hacía feliz, mientras algunos escultores -que se sienten “consagrados” en la tierra insular- rumiaban de envidia porque las creaciones de José Aguilera superaban las suyas…
AngelCiroGuerrero