En 1947, Reginald Sprigg era el geólogo de una expedición que buscaba cobre en Ediacara, una zona árida y rojiza del sur de Australia, cerca de Adelaida, junto a los montes Flinders. No obstante, su pasión eran los fósiles, así que cada vez que tenía algo de tiempo libre se dedicaba a tratar de localizar alguno. Pero lo que encontró en aquella zona acabaría superando todas sus expectativas. Se trataba de los restos de unas extrañas formas de vida que pulularon por los suelos marinos hace 600 millones de años. A Sprigg le costó dos años convencer a la escéptica comunidad paleontológica de la importancia de su descubrimiento. Y no era para menos, pues lo que estaba mostrando a sus colegas era un mundo totalmente nuevo, poblado por seres de cuerpo blando, sin esqueleto, conchas u otras partes duras.
Los misterios de la Fauna de Ediácara
Se han encontrado indicios de su existencia en Canadá, Siberia, Terranova o el suroeste de África y, aun así, su lugar en el árbol de la vida sigue siendo uno de los misterios sin resolver de la paleobiología. De hecho, un mismo fósil ha llegado a clasificarse como un alga, un liquen, un protozoo gigante o una formación rocosa natural sin relación alguna con un ser vivo.
En las llanuras de Nama, en Namibia, se han encontrado algunos de los mejores ejemplares de la biota de Ediacara. Los primeros aparecieron en 1908, y entre 1929 y 1933 el paleontólogo alemán Georg Gürich describió con gran detalle los numerosos especímenes que allí descubrió. Pero la comunidad científica no sabía muy bien qué hacer con ellos. ¿Cómo es posible? Debemos tener en cuenta que, salvo rarísimas excepciones, el proceso de fosilización no deja rastro de la anatomía o fisiología de los animales.
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