Como recuerdo de las muchas conversaciones que tuvimos con él eternamente apreciado buen amigo, que se fue hace años de la tierra. El querido poeta debe estar recorriendo el cielo, que siempre lo supo inmenso, contando cuántos ángeles y santos están allí alrededor de Dios.
Baudelaire aseguraba, ante sus fieles amigos, que en el París de sus amores, cualquier amanecer de cualquier día, bajo el mismo sol, habría de morirse sin que él pudiera impedirlo. Los guardianes del secreto, preocupados porque el poeta terminó por creer en su propia advertencia, al extremo de llegar a tenerse miedo por haberla difundido, comenzaron a preguntarle para averiguar el porqué de sus premoniciones. Terminaron entendiendo y aceptando que el bardo con su inquietud, lo que anhelaba era atrapar para siempre su corazón y en sus manos, al París de su vida. No quería que nadie se la arrebatara.
Algo parecido me contó Ornar Molina -poeta y periodista de los viejos- sobre nuestro hermano, el también periodista y poeta, el querido Bayardo Vera. Para averiguar su miedo, lo arrinconamos y lo conminamos a que nos explicara, al igual que Baudelaire, dónde están sembradas sus flores del mal. Si acaso en el mismo lugar de Mérida en el cual tiene previsto entierren su corazón.
Tiene muchos libros que guarda en anaqueles, protegidos por vidrios biselados, ya amarillos, en los cuales bailan hermosas mujeres desnudas, que adornan su cabeza con coronas de laureles, tocan cítara y miran con ternura. En este hombre, largo, flaco y barba de Rasputín, que tiene empeñado el corazón, no cabe más que amor por sus semejantes. Sus dedos aún atrapan flores que reparte a las muchachas como los versos que ha ido dejando en cada rincón de Mérida a la que ama con pasión.
-¿Quizás en “Cuatro Piedras”?
-No. “Cuatro Piedras”, esa larga calle, tan conocida de los viejos merideños, guarda otros secretos. Era un lunarcito en el rostro de la ciudad. Cuando la cerraron, a Mérida le nacieron verrugas. Nos quitaron la coquetería.
-¿Allí se hizo hombre?
-A ella me acerqué de pantalones cortos y en ella me bajaron el ruedo. Pero me hice hombre en la medida de mis actos.
-¿Todavía la recuerda?
-Si era hermosa. Se llamaba Henrietta.
-¿Parisina por el nombre?
-No. Cucuteña de apellido.
-¿Cómo ingresaban a ese mundo? ¿Esperaban que la niebla les llegara hasta los tobillos?
-Uno va a esos lugares para que se cumpla la ley de la vida. A todas y a todos nos llega la hora de la cópula. Yo la cumplí a la edad en que los hados la marcaron.
-¿Cuál puerta de ese laberinto atravesaban?
-La de la hombría, porque la de la inocencia se quedaba atrás.
-¿Temor o pena tal vez?
-El único temor que he tenido ha sido a Dios.
-Cosa extraña en estos tiempos, poeta.
-Sí. Es una de nuestras grandes tragedias desde el comienzo de los siglos. Recuerda, Ángel Ciro, que Adán y Eva no tuvieron temor de Dios. Por eso perdieron El Paraíso.
-Y en ese cuerpo suyo, largo y flaco, ¿dónde guarda usted a Dios?
-Donde se guarda la joya más preciada: en el corazón. A Él doy gracias por no haber sido Tarzán, Batman o Supermán. Si alguien me ha amado lo ha hecho en la justa medida y en el peso de mis huesos.
-¿Cómo las enamora usted? ¿A poesía pura, poeta?
-No. Esa es una imagen falsa de la poesía. Con ella no se enamoran muchachas. Con la poesía se canta al amor, a la vida, a la muerte. El Cantar de los Cantares es la más grande alabanza al amor. Si con Baudelaire descenderos a los infiernos, con Rimbaud ascendemos a la vida.
-¿Desde cuándo vives y cantas con la poesía?
-Desde niño escuchaba recitar a Darío, a Vallejo y a Neruda en boca de Juan Vargas…
-Uno de los poetas malditos de Mérida.
-Baudelaire cantó la esencia del hombre y su caída virginal, José Vargas, que está vivo y vive su vida con solemnidad en la silla de ruedas, sabe explicar en su verso y diferenciar con su verbo lo crudo de la miseria y lo duro de la pobreza.
-Esa diferencia; ¿cómo distinguirla?
-La pobreza tiene su aura de grandeza, su dignidad.
-¿La miseria?
-Siempre ha estado signada por la ofensa de los otros, los que se han creído triunfadores.
-¿Y lo han sido?
-Con ayuda ajena y para quitarse esa verdad que les quema el alma nos ha enrostrado su triunfo ante lo que ellos llaman nuestro fracaso. Pero en los ojos les brilla la mentira, la envidia. Esa es la miseria.
-¿La miseria humana?
-La miseria humana, periodista. La que está signando este difícil fin de siglo.
-¿Qué salvaremos del XX y qué nos llevaremos al XXI?
-La poesía, maestro. La poesía.
-¿Por qué?
-Es la expresión más digna del hombre. Es la canción del alma. He andado y desandado estas calles. He amado la montaña como alguien que ama a una mujer. He visto esta ciudad hacerse y rehacerse. La he cantado. La he defendido para que la ciudad no se nos pierda, no se nos vaya; no nos la roben, no la maltraten, no la hieran, no la prostituyen.
-¿La ciudad de todos?
-Sí. De propios y extraños.
-¿Mérida es así?
-Ella es el lugar exacto donde se une el vuelo del águila, que viene del Norte, y el vuelo del cóndor que sube del Sur. Me atrevería a decir que el ombligo del continente desde hace muchos años ya no está en Quito sino aquí, frente a las cinco águilas de Don Tulio.
-La quiere usted mucho para tamaña afirmación.
-Es que Mérida merece una y mil afirmaciones.
-Académico usted, poeta.
-De las academias líbrame Señor.
-Se honra aquí a Bolívar, pero antes no todos lo quisieron.
-Que no todos lo quisieron, cierto. Incluso aquí en Mérida. El pedestal de su estatua, más pareciera una letra de cobro que un verdadero tributo al gran hombre digno de todo honor y toda gloria.
-Ahora todo el mundo es bolivariano.
-Sí, Cuestión de fiebre.
-Y ahora todo el mundo es soberano.
Si, y eso pasa a ser un problema.
-Mejor volvamos a la ciudad. ¿Qué fue de Henrietta?
-No lo sé. Sí que su sabor impregnó para siempre el sabor de esos diecisiete años míos, briosos.
-¿Venía usted del Mocotíes?
-Exactamente de la calle Libertad, número 13, de Tovar. Directo a la calle Vargas, de Mérida.
-¿Y a la casa de su amada?
-Sí. Era pequeña, como ella, con dos ventanas, como sus senos, una cornisa que imaginaba iguales a las pestañas de la que entonces hice mi novia.
-¿Cuánto costó el noviazgo? ¿Morocotas?
-No, chico. Mis primeros versos.
-¿Los recuerda?
– Claro!: «Con doloroso cuidado, desagrado, / pena y dolor/ parto yo, triste amador / de amores desamparado/ de amores, que no de amor».
-Pero son de Manrique.
-Bueno, yo tenía diecisiete años… Y llevaba el Siglo de Oro Español entre pecho y espalda. Por cierto, muy útil para desenvolverse en la vida.
-Quizás Henrietta no conocía el castellano, pero sí los versos de su paisano Vargas Vila.
–También a Luis Edgardo Ramírez. Y a su «Leyenda del Horcón».
-Que no es de Ramírez.
-Que de Ramírez no es. muy cierto.
-Junto a Vargas, ¿qué otros poetas malditos tuvo o tiene Mérida, la Mérida que tú tienes atrapada y no quieres soltarle a nadie para que nadie la irrespete?
-César Dávila Andrade, el ecuatoriano que murió desangrándose cuando se abrió las venas. Las suyas eran caminos del Inca, por el cual nos trajo su dolorosa poesía hasta nosotros. Su hilada voz recitando «La elegía de las Mitas” hizo que esa cadencia se me acercara a lo que hoy día entiendo y comprendo como ritmo poético.
-¿Cómo lo lleva?
*Esa cadencia es como música, como música del alma.
-¿Quién dirige esta orquesta tan sublime?
-Algún ángel que pudo llamarse Mozart, pudo llamarse Bach, pudo llamarse Alfonso Cuesta y Cuesta, cuya literatura es sinfónica.
-¿Agregaría a esa lista a Miguel Marciales, a Briceño Guerrero y también a Manuel Mujica Mlllán, el arquitecto de Mérida, que nos regaló la cuadrícula más hermosa de toda Venezuela?
–Desde luego Marciales, con su magna traducción de la Divina Comedia; Briceño Guerrero; barba luenga, mano firme, que escribe como los dioses. Millán, un catalán universal. Agrego a Zabrosky, que caminaba por las calles merideñas resolviendo la cuarta dimensión matemática, hoy día reconocida en todas las estructuras de la ciencia. Era un genio de inmensa delicadeza con el lenguaje que se ocupó, entre otras cosas, de enseñarnos a querer a Mérida, al narrarnos las leyendas del oso frontino, los puentes merideños, de Aricagua la vieja, y vivió pendiente de que nunca nuestro paisaje fuera violentado.
-¿Cómo preservar esa ciudad?
-Amándola, respetándola, defendiéndola contra toda clase de pillos y pillaje.
-¿Construyéndole murallas para que no le asalten los bárbaros?
-Ya no podemos levantarlas. Pero desde la escuela sí podemos edificar los nuevos ciudadanos que habrán de preservarla cuando ninguno de nosotros, sus viejos soldados, estemos vivos.
-¿Dónde guardan ustedes, los viejos soldados, las desgastadas armaduras?
-La guardamos en las narrativas de Fray Pedro Simón y Fray Pedro de Aguado cuando vieron por primera vez esta meseta. La guardamos, digo, en el texto y los dibujos de Antón Goering; y las acuarelas de Sellermann. Las guardamos junto a Don Mariano Picón Salas, en su viaje al amanecer, cuando al irse definitivamente lejos, más allá del Mucujún, miró la ciudad plena de neblina y se sintió afortunado de que nadie le viese las lágrimas. La guardamos, afirmo, en cada sitio en donde, sabemos, duermen los fantasmas:
-¿Eran tiempos de grandeza?
-Lo fueron, sí.
-¿Cómo son los de ahora?
-Tiempos duros; grises, feos, dolorosos, inciertos, sin destino.
-Un escenario patético ¿verdad?
-Doloroso, grave, perjudicial, amargo.
-Un futuro iincierto.
-Crudo, irracionalmente un tiempo para la desidia, el irrespeto, la mentira. Pareciera que la diosa Iris estuviera presidiendo el cortejo en donde se nos está muriendo Venezuela.
-¿Cómo detener esa marcha hacia la muerte?
-Armados de valor. Enfrentando la adversidad. Clamando -no importa ser voz en el desierto- porque el consenso, la unidad, la paz, el entendimiento regresen de más allá, de más nunca, del doloroso exilio a donde la lanzamos, para que nuevamente se aposenten entre nosotros y nazca el país que queremos.
-¿La quinta república, acaso?
-No es cuestión de una, de tres, de diez. Es cuestión de una sola, indivisible, cierta, de todos y de nadie, sin más dueño que nosotros mismos. ¿Es que acaso queremos ir hacia un nuevo Waterloo? ¿O volver a enviar un mensajero, como el de Las Termópilas?
-¿No será que requerimos, con urgencia, de un Mensaje a García?
-Sí. Pero no para decirle al mundo que todos estamos muertos, que no quedó nadie, que solo reina la desolación y el caos. Y diría algo como un vigía de las tropas de José Tadeo Moragas en plena montonera, que al preguntarle a alguien el santo y seña demandó por un «¿Quién vive?» y le respondieron «La Patria». Y el vigía dijo entonces: «¡Alto esa Patria, hasta segunda Orden!”. También en las escaramuzas de nuestra Guerra Federal, el General Uribe se asomó a la entrada de un pueblo y dijo a su ayudante: «Vaya y dígale al general Cegarra que se prepare porque voy a tomar al pueblo”. Y el general Cegarra mandó como respuesta la siguiente: “¡Dígale al general Uribe que lo tome cuando quiera!»
-Pero recuerde usted, que Uribe ripostó: “¡Dígale al general Cegarra que no tomo pueblo sin pelear!”.
-Correcto, pero Cegarra replicó: «¡Dígale al general Uribe que no es por no pelear, es porque no tengo hombres para la batalla!». El general Uribe, molesto ya, mandó a decirle al general Cegarra:»¡Dígale que yo le presto los hombres, pero que no tomo pueblos sin pelear!».
-Usted aquí retrata a Chávez. ¿Acaso el general Uribe?
– A buen entendedor, pocas palabras.
-¿Cómo ordenar, entonces, que los partidos políticos reagrupen militantes y vayan al combate?
-Pues con las cuatro bolas que nunca le faltaron a hombres como Rómulo Betancourt, Salvador de la Plaza, Gustavo Machado, Alberto Carnevali. Leonardo Ruiz Pineda. A hombres como Jóvito Villalba quien hace diez años que murió y nadie, salvo Manuel Caballero, en pocas líneas, en El Universal, recordó su tránsito por la vida, que fue siempre a favor del país.
-Los políticos de hoy, ¿no las tienen bien puestas?
-Parece que no. Aunque estos tiempos son de escaramuza, no de principios. No existe hoy en día en Venezuela una filosofía política que realmente oriente y marque el rumbo, que horade, socave, penetre al fondo de la república como nuestro río padre, el soberbio Orinoco.
-¿Qué existe, entonces?
-Una suerte de quítate tú para ponerme yo. Un combate por quién domina a quién. Un ensañamiento del vencedor frente al vencido. Un pase de factura que marca el rencor acumulado,
-Una indefinición muy lamentable.
-Dolorosa. Sí. Dolorosa.
-¿Usted cree que, heridas como está por sus cuatro costados la democracia, las instituciones y el pueblo a causa de la crisis, nuestro país resistirá ese combate innecesario?
-¡Armagedón! ¡Armagedón ¡Armagedón! No olvide usted que los grandes combates, desde el inicio de la Creación misma, siempre han estado entre el bien y el mal.
-El Ángel Bueno contra el Ángel Malo.
-Miguel, el Arcángel, enfrentado a Luzbel.
-En los tiempos actuales, ¿quién, para usted el uno, y quién para usted el otro?
–La situación que vive Venezuela me recuerda mucho a «El doctor Jenkins y Míster Hyde». En el transcurso del día, el honorable, el atildado, el comedido caballero, pero en la noche, la bestia, la fiera, el monstruo.
-¿Qué razona usted a favor del entendimiento?
–Que todos aceptemos, definitivamente, su necesidad, su urgencia. Será suicidamos, no estimar la prioridad del consenso para entendernos. Mire, el país nuestro es tan grande y generoso que, incluso, tiene espacio todavía para los que no lo quieren.
-¿Muchos, poeta?
-Sí, muchos. Muchos.
-¿Qué hacer con todos ellos?
– Regresarlos a la escuela. No para pararlos firmes en el patio. Ni a cantar el Himno. Tampoco a repetir un millón de veces, hasta que suene la campana: ¡Yo quiero a Venezuela, yo quiero a Venezuela, yo quiero a Venezuela! Regresarlos a la escuela para que aprendan la «Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida», de Andrés Bello; “MI Padre, el Inmigrante», de Vicente Gerbasi; «Paisano», de Ramón Palomares, «Pequeños Seres», de Salvador Garmendla. Para recordarles a Mario Brlceño Iragorry. A Casto Fulgencio López, en dos de sus obras fundamentales: «Gual y España» y «El Tirano Aguirre».
-Rebelde por la gracia de Dios.
-Sí. Recuerde que comienza su carta a Felipe II llamándole tan sólo Rey. De plano elimina toda zalamería. Y la firmó llamándose rebelde hasta la muerte. Ya, tan sólo por esta audacia, se ganó el título de arrecho.
-Llega la niebla, poeta, hay que marcharse.
-Pero antes déjeme informarle que la ciudad para mí amada es la ciudad de las romanillas, de los zaguanes, de las celosías. La ciudad de ese tranquilo andar en medio de la bruma y muchas veces en esa variación colorística que nos depara la montaña en el transcurrir de nuestras vidas. Y si hoy nuestros ríos no son lo que fueron, sin embargo me acerco al murmullo de ellos y con Jorge Manrique termino diciendo: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”.
AngelCiroGuerrero