Ha sido tanto el sufrimiento del pueblo por los gravísimos efectos que la llamada revolución chavista le ha ocasionado, que irremediablemente tiene ya marcado en la frente su derrota, que es decir el derrumbe.
Su destino está sellado de tal modo que resultará imposible, en los escasos dos meses que faltan para el 28-J, revertir lo que habrá de ser un tsunami, no sólo electoral, que la barrerá de plano.
Lo terrible en este caso es que la revolución que soñó, planificó, lideró y dejó trunca el ya ido, tiene por culpable a su actual candidato y también presidente del PSUV, que la llevó al desastre, tiró al barranco y allí quedó mal herida.
Nadie puede negar que de sus destrozos está escapando mucha gente, frustrada en lo más hondo de su corazón por el tanto engaño, mentira y el fracaso descomunal que se le imprimió a lo que millones pensaron que, de verdad iba a ser capaz de revolucionar a Venezuela.
Y no a hundirla, como así sucedió. Verdadera tragedia que ninguno de los venezolanos con cuatro dedos de frente, razonablemente, se atreve a desmentir.
Ese final habrá de repercutir, sin lugar a dudas, durante largo tiempo, cuidado si más allá del doble de lo que tienen de gobierno, que habrá de sumirlos en un violento proceso de dimes y diretes, culpándose su cada vez menguado liderazgo de los errores cometidos y sin poder tener cara limpia, como no la tienen hoy, que mañana puedan presentar tratando de izar de nuevo las rojas banderas, de mucha sangre teñidas, tratando de redimirse de un pasado que Venezuela jamás olvidará.
Aquélla consigna de “!No volverán!” les recordarán los tiempos del terror en que sumieron a tanta gente opositora, a la que llevaron presa y torturaron, o desaparecieron; de haber protagonizado la más descarada y gigantesca corrupción y de convertir, imitando al rey Midas, pero al revés, a Venezuela que era rica en una nación tan pobre como la pobre Haití que no tiene la culpa de ser un cruel escenario consecuencia de quienes desde siempre vienen controlando lo político, lo económico y lo social.
Una revolución, se dice, que pudo ser realmente transformadora, en el buen sentido, de todo lo malo en bueno y lo bueno en mejor; pero que olvidó las buenas intenciones de toda revolución que llega para avanzar, que no retroceder; para evolucionar, no involucionar y para darle mayor felicidad a un pueblo y no miseria, hambre, represión y robo.
Una revolución que quiso instaurar, primero por las armas, que dejó tantos muertos inocentes; repelida por la mayoría nacional y nutrida de ideología extraña al venezolano, que desde sus inicios segó la libertad, trastocó la paz y fue articulando, medida tras medida, el autoritarismo.
Una revolución que prometió la suprema felicidad, pero apenas alcanzó para unos cuantos rodilla en tierra, a pesar de haber gastado, todavía no se sabe en qué, una cifra varias veces superior a los 600 mil millones de dólares, sin incluir los que se robó Tareck El Aissami, también llamado “el hijo de Chávez”.
Una revolución que prefirió el retrato del Che al de nuestro Mariscal Antonio José de Sucre. Una revolución que afirma ser intrínsecamente soberana y socialista; sin dependencia alguna del imperialismo estadounidense, pero que olvida decir que sí lo es, por ejemplo, de Cuba, China e Irán.
Una revolución que no supo gobernar, que quiere decir administrar, dar ejemplo de rectitud, de sabiduría, de solidaridad, de democracia; que tuvo toda fortuna a su favor, desde divisas más que suficientes generadas por el petróleo, hasta los impuestos cada vez más altos, pero que malbarata financiando marchas y desfiles; invitando a camaradas de cualquier rango de los cinco continentes a congresos que sólo le dejaron al pueblo venezolano desilusiones, deudas por pagar y una profunda rabia, mezclada con sentimiento, por ver cómo se gastan los dineros públicos.
Una revolución que prestigió el culto a la personalidad del líder (del que lo fue y de ahora de quien cree serlo) y olvidó el rostro triste, hambriento, desamparado del auxilio oficialista en todo, de los miles de hijos de la patria; y que ahora, en tiempos electorales, con la flauta –no de Hamelin- sino la del tracalero vendedor de baratijas en cualquier feria intenta atrapar a los estudiantes de Bachillerato para “que crezcan en revolución”, la misma revolución que les niega a sus padres el progreso, el desarrollo, la paz y la libertad.
Esa revolución, que quebró la espina dorsal de nuestra economía y cree ser la dueña del destino, tendrá un final muy triste. Y doloroso. Porque no podrá resistir el peso sobre su pasado de la gigantesca avalancha del voto que la sepultará en el lado incorrecto, el del degredo, que les reserva la historia a los grandes perdedores.
AngelCiroGuerrero