Qué homenaje el Cristo del Buen Viaje en sus Fiestas Patronales que una muestra en prosa poética de Pampatar con sus contrastes de azul y blanco, con sus pescadores con manos ásperas y sus pies callosos con marcas en las grietas de su frente que describe el trabajo laborioso de los hijos de la sal y el viento.
Entrar a Pampatar desde el Trocadero y el Paraíso siempre ha sido un placer para quienes aprendimos a querer a ese pueblo de pescadores donde tiró su rezón el Maestro Jesús Manuel Subero para estar por milenios todas las mañanas con sus tardes avizorando el paso apresurado de sus coterráneos. Ahí estuvo el maestro atesorando miradas y evaluando como un verdadero docente las querencias de su gente. No necesitó Jesús Manuel ir más lejos de su biblioteca para escuchar el eco de las olas rompiendo en el muelle, en los riscos de La Caranta o de Playa Juventud, pues es evidente que medio siglo estuvo el maestro cargando las plegarias de su pueblo preñado de pobreza y tristezas.
Miraba con preocupación la piel arrugada que dibujaba en los rostros de sus coterráneos con hendijas profundas de pescadores de miserias que caminaban a tientas soñando paraísos de colores que acabaran con las penurias humanas. Por esas calles las mujeres de piel reseca salpicaban de agua salada las puertas de las casas que sufrían las inclemencias del tiempo. Y desde la Iglesia y el Castillo San Carlos de Borromeo salían murciélagos que recorrían en bandadas casi la mitad del pueblo para enriquecer con sus sonidos la vista paradisiaca de un pueblo que conversa con el tiempo.
Y es que Mampatare se quedó anclado en las metáforas de Charo Rosas o de José Rosas para inmortalizar al pueblo de la sal que con sus bellezas naturales y su casco histórico nada tiene que envidiarle a los grandes pueblos del Continente.
Pampatar es Pampatar me dijo una vez Fina Linares, la Dama Amarilla de ese pueblo que duele y no me quedó otra cosa que felicitarla por esa frase que inmortaliza al pueblo de la sal con su gente noble, con sus hermosas vistas marinas y con un azul que hace una simbiosis con el viento y la sal para mostrarnos un pueblo grande que suena sus campanas para alertar a sus ciudadanos de comunistas disfrezados que dibujan en el aire sonidos de pueblos tristes.
De ese puerto que fue el centro del comercio internacional en Margarita y donde llegaban embarcaciones desde varias partes del planeta en busca del dividive, la sal y el pescado salado, desde ahí se olfateaba futuro y sueños de grandeza. Era un territorio del comercio que se convirtió en una parcela de los trueques internacionales.
Desde esos espacios el Farallón fungía de centinela de la Pampataridad y los alcatraces juguetones saltaban de bote en bote buscando los nutrientes para sobrevivir al hambre milenaria de este pueblo de sal y viento.
Desde el Paraíso hasta La Caranta soplaban los vientos salobres que le permitían a los hombres de la sal mitigar su pobreza anónima que cabalgaba sobre las espaldas poderosas de los jaladores de trenes y de las mujeres que llevaban sus jureles de pueblo en pueblo para mitigar el hambre milenaria en nombre del Patrón.
Esa fue la Pampatar que vivió en los recuerdos de Efraín, Jesús Manuel, Charo Rosas, José Marcano Rosas, Rodrigo Ordaz y de tanto poeta que le ha cantado a ese Mampatare que duele.
A esos rostros de sal que desde las Salinas han levantado vuelo para vender su sal a precio de nada, de los pescadores de jurel que han soltado sus maras para llevar las preciadas presas a los pueblos insulares y de su gente noble que barniza sus almas con la poesía salpicada de lunares del sol en sus costras de la miseria.
Y de aquellos atardeceres que miraron con placer Efraín y Jóvito desde los linderos de Josefina Linares aún quedan cuadros de azul que ondean banderas de la hermosura metafórica de ese paisaje que decía Arturo Rodríguez que le daba felicidad cada mañana.
Y es que mirar el Farallón similar a una ballena blanca como escribió el poeta Gonzalo García Bustillos que se tomó a Pampatar para él y le dio nombre a esa piedra gigantesca que forma parte de los sueños de pampatarenses y robleros.
Nadie pinta con la acuarela de Cruz Acosta el poeta del azul que reventó sus pinceles dibujando cuadros en honor a su pueblo y que un día cualquiera se fue al cielo y se llevó sus pinturas para que nadie entendiera su lenguaje de amor por su tierra. Y dejó pintado el poeta su mundo de amor por lo nuestro con sus vientos, redes y graznidos de alcatraces pichones recostados de las barandas de las lanchas de los pescadores de altura.
Y que decir del vigía que miraba cardúmenes y ardentías a lo lejos calculando arrobas de colores tristes que arropaban la tranquilidad de los pescadores. Volaban con sus botes y redes a recoger miles de toneladas de pescados que nutrían las entrañas de las mujeres preñadas de peces.
Pero cualquier madrugada era buena para encapsular niños en los vientres callosos de quienes resecas por la inflamación de sus hormonas tropezaban con la felicidad del alma de los hombres de estos pueblos infecundos.
A lo lejos con vista de águila y sin tener binoculares los hijos del mar eran capaces de recibir la visión fantástica de cardúmenes cargados hasta las banderas de nutrientes para el alma.
Y más allá en Las Salinas el crepúsculo nacía en la tierra y se producía una simbiosis que más bien parecía el machi hembramiento del mar y la salina en una especie de conjugación del sol y la luna. Solo burbujas blanquecinas saltaban la cuerda de los botes amarrados como prisioneros de las lianas que ataban con furor las embravecidas olas de una playa convertida en tierra de nadie.
Desde el puerto se miraba el castillo con su iglesia como compañera desde donde los guardias escuchaban la misa para sentirse participes de las buenas obras del pueblo.
Y en la Calle Nueva Cádiz la matrona Fina Linares alzada cada día sacrificaba su tiempo para defender a Pampatar de las malas acciones de los hombres envidiosos que se hacían dueños de los pueblos y que han pretendido en el tiempo saber más que Dios.
Entre redes y atarrayas salió Marino a cabalgar por las tardes hasta llegar a Burrito a remo limpio para buscar nutrientes en el fondo del mar y en esos espacios hacía maromas para lograr el equilibrio y pescar sueños gastronómicos.
Ese Pampatar que duele se remonta a viejos tiempos de tempestades y ciclones que arrasaron con los sueños salados de ese MAMPATARE AZUL que tanto pintó Carlos Acosta en su poesía de colores.
De nada sirvieron los cohetes que lanzó por años Regino González para alegrar los cielos y espantar los alcatraces del puerto, pues se rompieron las alambradas que dejaron escapar los cardúmenes desbocados de las prisiones del mar.
Ese es Pampatar con sus recuerdos a cuestas que caminan de día y de noche en los personajes que Efraín soltaba cada día desde su espacio de Los Castores para rendirle tributo a la tierra que lo parió. Y seguirán sonando los cohetes por los siglos de los siglos para recordar los buenos tiempos de la fe y para tararear canciones de cuna en los cantos que el creador de Cuerdas Espartanas Jesús Avila plasmó en su música como un homenaje a la tierra de la sal.
Encíclica/ManuelAvila