Para el más universal de los merideños, la ciudad era “sitio hermoso y fácil y prosperaban las familias. No se venía a buscar el Dorado, sino la paz”, porque Mérida “era tierra para quedarse y no para continuar andando”.
Le ubicamos allí en su casa, al suroeste de la plaza, haciendo esquina con la Catedral de la Inmaculada, la patrona, inmensa y llena de historia. Cada fantasma que la habita tuvo bien ganado nombre, sitio y respeto por lo que en vida fuera. Desde hombres de letras a hombres de armas; desde mujeres dedicada al rezo y a la familia como a la república, porque también las mujeres que la albergaron fueron protagonistas de su propia historia desde los tiempos del Capitán de la Capa Roja hasta los estertores de la Guerra a Muerte, del terrible año 13, liderando el Padre de la Patria, el Libertador Simón Bolívar, su Campaña Admirable.
Don Mariano había llegado muy cansado del penoso viaje y ni siquiera había abierto maletas cuando ya no cabía la gente esperando verle, saludarle, felicitarle. Al fin y al cabo, toda Mérida le aguardaba y admiraba. Le sabían, en justicia, un venezolano y merideño de valía, con una vida decorosa y productiva; de lustre para la ciudad, la región andina y el país.
Accedió a la entrevista poniendo fecha: domingo, después de misa y sin fotografías porque, dijo, “resultara fácil vérseme el alma”. Ya le habíamos aclarado que la conversación giraría sobre la Mérida que él recordaba de su niñez, de su infancia y juventud. Igual, de sus incontables triunfos académicos, parlamentarios, diplomáticos y literarios. Muy modesto, al leer en “El Vigilante”) (donde fuimos reportero) que la ciudad le saludaba “como al otro patriarca de las letras”, cortés, advirtió: “No. Hay uno solo: Don Tulio. Ese honroso título lo tiene bien ganado. Es suyo y de más nadie”.
–Viene usted de lejos, Don Mariano.
-Sí. He viajado desde el amanecer, para llegar muy temprano a mi ciudad. Pero confieso sentirme perdido. La ciudad pareciera haberse extraviado.
-¿No la ubica? ¿Muy notorias las diferencias? ¿Perdería Mérida también el alma?
-Pues a decir verdad, habrá que buscarla entre los tantos fantasmas que rondan esta casa, estas calles y esta plaza. Porque, de verdad, a la ciudad le han sustituido su condición de sitio quieto, tranquilo, por mercado persa y lugar de barrillos.No. No es que contradiga lo que debe ser: que el progreso se imponga. Pero reclamo, sí, que del pasado deben guardarse por lo menos los recuerdos de los hombres que la honran.
–Es cierto, ya son escasos. Quedan dos, tres o acaso cuatro a lo sumo atesorando. Entre ellos Don Pedro Nicolás Tablante Garrido, porque Don Ramón Darío Suárez acaba de morir.
-Sí. Ellos deben estar cotejando en alguna parte la larga lista de nombres y apellidos, para que el uno continúe escribiendo la historia y el otro certificando datos, lo cual es igualmente importante y muy valioso.
-Los actuales son tiempos de la modernidad, de la globalización, de la informática.
-De la deshumanización también. Lo reafirmo: el progreso debe imponerse finalmente en todo y para todo. Eso demuestra que el hombre es inteligente y busca superarse. Sólo que en su camino hacia algún puerto en su vida, que aún no sabe la distancia que lo puede separar de tal encuentro, el hombre va dejando detrás suyo y de su sombra un reguero de daños y defectos que no repara ni menos corrige.
-¿Por ejemplo?
-Su afán de gloria desmedida. Su visión de mundo le agiganta su propósito de mando pero le reduce, en igualdad de condiciones, su espiritualidad.
-¿Esa contradicción no lo limita en gran medida?
-Por supuesto. De allí resultan menos éxitos y más fracasos en cuanto a distribuir lo que, en justicia, cada quien debe recibir. No sólo en bienes y servicios, sino en lo que le corresponde a valores morales. En suma, su derecho a una mejor calidad de vida material y espiritual.
-Que usted afirma no encontrar en la Mérida de ahora…
-Sí, claro. Se da pero no de manera generalizada. Por ejemplo: crecen las barriadas. Se nota que la gente abandona los páramos, otros que vienen de distintas regiones del país, ya no tanto para buscar paz, sino su particular Dorado. El crecimiento urbano es también desmedido e incontrolado.
-Alguna propuesta suya que pueda controlar este desbarajuste, Maestro
-Organización, disciplina y voluntad de servicio entre los gobernantes. Respeto de los ciudadanos a sus derechos pero obligación de cumplir sus deberes por parte de los gobernados. Así, unos y otros, repartidas las responsabilidades, tendrán mejores oportunidades de acceder a los beneficios. La ciudad, actuando de este modo, podrá crecer y progresar en paz.
-¿Cómo era la Mérida suya, la que le tuvo a usted entre comienzos y mitad de siglo?
-Le repito: era hermosa y fácil. Prosperaban las familias. No se venía a buscar el Dorado, sino la paz, la tranquilidad. Era tierra para quedarse y no para continuar errando.
-Le pido al escritor que la describa.
-Muy bien, amigo periodista. Tengo conmigo apuntes varios que conformarán un libro, ya en la imprenta, que he dado en llamar “Viaje al Amanecer”.
-¿Sobre su historia y crecimiento?
-Y sus personajes, sus sucesos más importantes; cuestiones que recuerdo con nostalgia y emoción.
–Cuéntenos algunos.
-El paisaje de entonces, hoy en día trastocado por la acción del hombre. Tome, lea usted en voz alta.
El periodista, con emoción, recibe de Don Mariano un legajo de cuartillas amarillas, escritas a máquina, con algunas correcciones a tinta, en letra menuda, por ambas márgenes. El escritor advierte: “Las he ido redactando en distintos sitios y ordenando en función de los recuerdos”. Hay allí, en apretado resumen, 27 capítulos: “Tierra y Cielo de Mérida; Josefita; Llevando un entierro; El solar y de la geografía del aire: Política y religión en el escritorio del abuelo: Mercado del lunes; Viajes por mar y por tierra; Procesión de ataúdes; Historia de una Nochebuena triste; Un presente mágico; Fantasía de una escuela mixta; Pasó, por fin, el Cometa Halley; Se sueña en la gruta de Calixto, Llega una compañía dramática; El Drama de Echegaray; Una vecina en el portillo del solar; Época de Compras y de matrimonios; Efectos de una boda real; Entrando en la adolescencia y finaliza con un “Glosario de algunos venezolanismos”.
El periodista lee:
“Aguas frías que descienden de la montaña nevada; árboles de luminosas hojas verdes y sombra apaciguadora, helechos y musgos donde se cristaliza el rocío; permanente rumor de los cuatro blancos y espumosos torrentes en que la altiplanicie de Mérida se va a bañar los pies; continua circulación de pájaros (gonzalitos, colibríes, azulejos, chupitas) por el esmerilado cielo azul, la masa de la Sierra con sus helados picachos del Toro, La Columna, El León, cerrando el estupendo telón de fondo que erigió la Naturaleza, daban a mi ciudad color placidez entre todas las de Venezuela”.
La gente se acerca a la sala donde conversamos. Rodean al escritor y al periodista que continua la lectura, de pie, frente a Don Mariano, quien está sentado en la vieja mecedora de mimbre, la del abuelo.
“Por más que anduve por muchas tierras, no perdí la costumbre de ser merideño entrañable. Y los cuentos de Mérida, y el olor de sus flores, y las fiestas de aguas y verdura con que la engalanó el clima, me tienen en trance permanente de retornar a su paisaje. Espero que para entonces ya el venerable Capítulo de la Catedral me haya descargado de la fama de herético que me asignó durante tanto y rencoroso tiempo, y goce, como otros viejos que yo conocí, de alfombra y reclinatorio en las ceremonias eclesiásticas y mis huesos vayan a abonar la tierra del colonial cementerio de Santa Juana, donde se producían con la cal centenaria de tantos difuntos, las más dulces y encendidas naranjitas…”
Don Mariano interrumpe con voz queda, y aclara:
-Porque me resulta hermoso recordar en especial ese pasaje de mi infancia, déjeme relatarlo de memoria:
-Aunque la higiene municipal no está muy bien desarrollada en el tiempo de mi infancia, ni acaso lo requería lo bonancible del clima, nos prohibían comer de aquellas naranjas, no sólo por ser la de los muertos y simbolizar una poética metempsicosis o transmigración de las almas, sino también porque muy cerca de allí estaba el Hospital de Lázaros. Pero Mérida (suprimidos tales inconvenientes) era uno de los lugares en que valía la pena vivir. La vista se educa en las más variadas garras de verde; las flores despuntan hasta en los tejados de las casas; el Albarregas siempre está sonando y puliendo en el molino de sus aguas torrentosas los graníticos rodados que arrastra, y las campanitas de las diez iglesias quebrándose en la blanca diafanidad del aire, a cualquier hora del día tienen novena o ejercicio religioso. Explicase por ello, no puedo explicarlo yo, que prefiero la poesía a la Historia que aquellos soldados de la conquista que aquí llegaron después de tragarse tantas leguas cuadradas de arisco trópico, quisieran arraigar y quedarse. No importaba la enorme distancia, ni las inmensas cuestas, ni los páramos que aislaban aquel lugar de las costas y los caminos marítimos. El sitio era hermoso y fácil y prosperaban las familias. No se venía a buscar el Dorado, sino la paz. Era tierra para quedarse y no para continuar errando. Familias que se casaron entre sí, que edificaron sus caserones de teja, lo más posible de la plaza, donde hubo curas y santos, militares, damas virtuosas y hasta alguna Mesalina posesa del demonio, están firmando escrituras, trasmitiéndose herencias, otorgado testamentos o peleando linderos desde hace tres siglos. Ellas dicen, con alguna jactancia y reprochable pedantería, que son las gentes más españolas entre las que pueblan la enorme y diseminada Venezuela.
En enero el divino Niño ya caminaba…
Don Mariano guarda silencio. El periodista reanuda la lectura. En la sala ya no cabe un alma más. Afuera, en la calle son muchos los que tratan de entrar y escuchar la narrativa.
-“El tiempo para el que nace en Mérida es como un tiempo denso y estratificado (tan diverso en este tiempo nervioso y olvidadizo que se vive en lugares más modernos), el pasado se confunde con el presente que vivieron hace tres siglos o no vivieron sino en la medrosa fantasía de algunos merideños, eran los testigos obstinados, los fantasmas de nuestra existencia cotidiana. Para contar el tiempo y dar color a los meses –que sin ellos serían monótonos- se levantaban las fiestas de la iglesia. Sobre las doce casas del año se erguían los santos en sus andas floridas de azucenas y lirios, con la luz de la cera que eclesiásticamente diligentes elaboran las abejas de Mérida.
“El año comenzaba con los violines campestres que de hogar en hogar, de pesebre en pesebre celebraban los primeros pasos del Niño Jesús. Se suponía que nacido en diciembre, entrte las ovejitas de anime, los reyes magos esculpidos por los imagineros populares y los frescos helechos montañeses que decoran el pesebre, ya para enero el divino infante podría caminar. Y eran entonces, entre música y romances del siglo XV traídos seguramente por los soldados de la conquista, las fiestas de sus “primeros pasos”. Corría la chicha en los hogares campesinos, se repartían bizcochuelos y mistela dulce.
En febrero se bendecían las lívidas velas del alma…
“Febrero rondaba sobre la ciudad y los pueblos circunvecinos la mascarada de La Candelaria. Era como la versión criolla de las danzas dé la muerte del Medioevo. Se bendecían las lívidas velas del alma, las que se encienden a los agonizantes en el tránsito postrero, más al mismo tiempo, porque los campos estaban floridos y más allá de los muertos, la vida seguía corriendo, la mascarada que en Mérida llaman la de “!os locos”, hacía sonar los cascabeles y marcaba los compases saltarines de una música grotesca”.
En marzo San José repartía tortas…
De nuevo Don Mariano pide la palabra, Él es ahora quien prosigue:
-Para mediados de marzo los cerros de La Virgen y de Las Flores ya esplenden de su cosecha lirios, narcisos y azucenas. El buen artesano San José celebra entonces su fiesta. Otra vez en sus manos de robusto viejo sanguíneo reflorece la vara simbólica. San José repartía tortas y grandes fuentes de monjiles dulces en todas las casas de Mérida. El señor obispo va de mitra y báculo, refulgente de oro y pedrería, a dedicarle una solemne pontifical. Junto con las flores y los gallardetes de papel, las niñas recitan la corona de octosílabos que forman “Los Gozos de San José”. Oscura y ventosa, después de San José, suele entrar la Semana Santa.
En abril crece el miedo a los terremotos…
“Los merideños recuerdan que cierto Jueves Santo, después del lavatorio, la tierra se abrió estentóreamente, tragándose un obispo, media docena de canónigos, numerosos diáconos y sub diáconos y millares de fieles inocentes. Lo que ocurrió en el terremoto del año 12 es materia de muchas tradiciones locales, Y en las pláticas de Cuaresma, junto a los altares cubiertos de luto morado, pasaba otra vez esa emoción medrosa. “¿Cumplisteis con la Iglesia?”, inquiría las gentes unas a otras. Hasta en nuestras manos de niños ponían unos viejos devocionarios españoles donde la suerte de los réprobos que pecaron y no cumplieron con la Iglesia, se narraba en ejemplos terroríficos. Y acaso esos ejemplos, con combates de Dios y el diablo, que en mi recuerdo se funden con las pesadas comidas de Semana Santa (comida de atún, de aceitoso bacalao, de “escabeche” de Maracaibo), me provocaba angustiosas pesadillas. El diablo de los “ejemplos” estaba allí, en mi cuarto, removiendo sus alas de vampiro nocturno. En muchas de esas historias el diablo impalpable se lleva a sus víctimas en la más alta noche saltando por la ventana, abriendo invisibles grietas en el techo y dejando tras de sí un vaho de pronunciado azufre. Lo que en realidad se lleva es nuestra alma y para conducirla no importa que las puertas permanezcan cerradas. Al otro día podemos estar muertos y como carbonizados en nuestras camas, mientras el alma vaga por los espacios. Y después del terror de la noche uno se despertaba con gran deseo de confesarse. Ya sabíamos cómo el grave Padre Morales, asustandonos con la segunda persona del plural, iniciaba siempre sus confesiones: “Decidme cómo pecasteis, en pensamiento, palabra y obra”. Por eso, después de aquel túnel tétrico de la Cuaresma y la Semana Santa, la Pascua de la Resurrección entraba con tanto regocijo”.
En mayo lloraban todas las Vírgenes…
“Mayo era el mes de las vírgenes. ¡Había tantas en Mérida que se quedaron esperando a sus estudiantes infieles, a sus audaces novios que fueron a buscarse una posición en la capital de la República y que nunca regresaron! El coro de sus cantos, la música de su soledad romántica, desposadas ya con el uniforme blanco y azul de la virginidad perpetua, tenían en el mes de mayo su fiesta más propicia. Los malabares que hubieran sido para el novio se depositaban a los pies de la diosa y las manos que hubieran bordado pañales y camisas de infantes, ahora bordaban estolas y sobrepellices y paños de altar.
En junio Dios bendice a todas sus criaturas…
“Para el Habeas Christie, que suele caer en junio bien llovido y abundante de frutos -se entra en el solsticio de verano y se pasa del signo de Cáncer al signo de Leo- hay una fiesta casi pagana de cosecha y reverencia al Santísimo Sacramento. Se levantaban en la Plaza del Espejo, de Milla, de Belén, del Llano, los grandes arcos decorados de frutas, ramas de laurel, flores y animales. Dios debe bendecir a todas sus criaturas. En el frondoso arco junto a las piñas de señorial copete y los racimos de parchas y de morados caimitos, erigían un menudo milagro zoológico un cachicamo y una ardilla imitando los días del Edén, y sin que la Divinidad se tornase por ello colérica, en una alta vara del arco un monito tití devora un fresco cambur guineo. Es una historia natural ingenua que confunde y entrelaza sus géneros, que los pone a alabar a Dios como aquella con que los artesanos góticos decoraban los muros de sus catedrales.
De julio a Navidad, calor, fiesta y los Arcángeles…
“En la mitad del año, en el límite entre el invierno y el verano, el Habeas Christi era una fiesta de la Naturaleza fecunda y el refulgente disco de la Custodia se parece al disco del sol. Julio, agosto, septiembre, octubre, meses de los más fuertes calores, van destacando sobre las casas del almanaque otros patrones y santos propicios: la morena Virgen del Carmen, que nuestro viejo escultor Rafael Pino había representado como una muchacha criollisima y trigueña con dos hermosos lunares; Santa Ana, Santa Filomena, Santa Rosa, San Francisco, que en los primeros días de octubre azota el cielo tormentoso con su cordón. San Rafael -el más simpático de los arcángeles, menos guerrero y agresivo que el terrible Miguel, menos alado e impalpable que el mensajero Gabriel, menos desconocido de nosotros que el lejanísimo Uriel- aparecía por allá por el 24 de octubre en la Iglesia del Espejo, en compañía de Tobías y de su pescado taumatúrgico. Fiesta popular que elevaba por el cielo de Mérida una maravillosa flota de globos de papel coloreado, que encendía con ruidosas recámaras y sus arbolitos de fuegos artificiales, que paseaba por las calles su murga tropical, repartiendo la laudatoria. Tenía fama de arcángel –protector de ciegos y turistas- de haber cobijado su cofradía a las más alegres y borrachas y nocturnas gentes de la ciudad que le tomaban de pretexto para diversiones muy profanas. El Obispo Silva, muy severo aristócrata, quiso en cierta ocasión clausurar la ruidosa cofradía, pero una Mérida popular y epigramática pareció alzarse en rebelión. Y el Obispo, hombre de ingeniosas y comprensivas palabras, que ya era para entonces decente enemigo del Gobierno, tuvo una frase absolutoria: “En un país de ciegos hay que venerar a San Rafael, taumaturgo de la ceguera”. Así, en la Cofradía del Arcángel había que buscar siempre a los mejores músicos, los más diestros improvisadores populares, los bebedores más conspicuos. Era la fiesta de San Rafael como una despedida a la alegría y sensualidad del mundo, mientras se descorren los lutos y doblan las campanas de la funeraria conmemoración de los muertos: las benditas ánimas del Purgatorio que flotan en las neblinas de noviembre, que andan con sus camisolas bancas y sus vacilantes y fugaces luminarias en tétrica y nocturna excursión por los solares merideños”.
En diciembre la Historia Sagrada se cuenta en figuras de anime…
El periodista termina la lectura. Don Mariano le explica seguidamente:
-¿Podrá usted, ahora, entender mi tristeza, siendo como en efecto fui durante mi vida, aquí y en cualquier parte del mundo, un merideño entrañable, que anheló siempre el regreso a su terruño y, como en el texto lo expreso deseando que mis huesos vayan a abonar el colonial cementerio de Santa Juana, donde se producían con la cal centenaria de tantos difuntos, las más dulces y encendidas naranjas…?
Don Mariano Picón Salas se levanta y extiende su mano franca al periodista. Le ruega excusarlo porque debe recibir al Señor Rector y demás autoridades de la Muy ilustre Universidad. Tiene ya pautado el almuerzo con su Excelencia el Arzobispo y aunque el Gobernador pareciera no comulgar mucho con los democráticos, sin embargo ha rogado que el literato lo reciba. Parece que habrá de condecorarlo. También el alcalde le impondrá otra medalla…
AngelCiroGuerrero