Querámoslo o no, cuando el ser humano mira al mundo natural tiene sus sesgos. Al igual que en las películas de Waltz Disney, solemos «humanizar» a los animales. Pero lo curioso es que esos sentimientos aparecen solo hacia ciertos animales, sobre todo si tienen características similares a los bebés humanos: es el llamado efecto Bambi. Así, nos producen cálidos pensamientos los animales con pelo y pluma pero no los escamosos o pegajosos: nos conmueve la muerte de un corderito pero no la de un sapo partero. En las campañas publicitarias de las organizaciones de defensa de los animales todas sus referencias corresponden a la clase taxonómica de los mamíferos, con las aves en un punto intermedio y, como grandes olvidados, los reptiles y anfibios. ¿No tienen derechos las arañas, los escarabajos o las moscas? «Los niños revelan lo generosos que somos en nuestro amor natural a los animales», apostilla el filósofo Tom Regan. Un amor que, evidentemente, no se dirige hacia arañas, cucarachas o ratas (a pesar de que éstas sean mamíferos).
Efecto Bambi: sentimos simpatía por el cervatillo pero no por el renacuajo. Foto: Istock
Aún más, al humanizarlos somos más propensos a ver en ellos comportamientos emocionales. Un ejemplo lo tenemos en el activista vegano Mark Hawthorne. En su libro Striking at the Roots: A Practical Guide to Animal Activism, cuenta su particular iluminación en Ladakh, el ‘pequeño Tibet’ en la región India de Cachemira: «Un día entró una vaca en el jardín y se puso a comer las plantas. Me quedé allí y la miré a los ojos y ella miró a los míos. Nunca había estado tan cerca de una vaca antes… era tan sensible«. Pero lo más llamativo no está en lo que Hawthorne dice, sino en lo que no; como cualquiera de nosotros, no ve que las plantas que se está comiendo la vaca (¿por qué no decir matando?) sean seres sensibles. De hecho, somos tan indiferentes con el devenir del mundo vegetal que hablamos de ‘matar’ animales para comer, pero no decimos lo mismo cuando arrancamos una zanahoria del huerto. Como dice Stefano Mancuso, profesor de la Universidad de Florencia, “nadie respeta a las plantas; se las estudia menos que a los animales… sabemos poco de ellas y, muy a menudo, lo que poco que creemos saber está equivocado… en realidad, son más sensibles que los animales”.
No responden como nosotros
Y yendo un poco más lejos, ¿por qué solo creemos que son los animales superiores los que tienen sentimientos? ¿Es que los insectos no sienten? Por desgracia, hay muy poca investigación al respecto. El entomólogo británico Vincent B. Wigglesworth fue de los pocos que la ha hecho, con resultados negativos. En su artículo de 1980 publicado en la revista Antenna proporcionó diferentes ejemplos donde los insectos no responden ante sucesos que con certeza provocarían dolor y respuestas violentas en los humanos. Sin embargo, y como un grupo de entomólogos de la Universidad de Queensland en Australia comentó en su artículo sobre el mismo tema en la revista Experientia de 1984, estos experimentos no demuestran que no sufran dolor sino que, si existe un sentido del daño, éste no tiene ninguna influencia en el comportamiento, como sería la de proteger una zona dañada hasta que se recupere. «Esto sugiere la posibilidad de que la neurobiología de los insectos no involucre un sub-programa de daño», y terminan: «No es posible proporcionar una respuesta concluyente al problema del dolor en animales inferiores». Dicho de otro modo: que no respondan al daño como nosotros no implica que no lo sientan.
El dolor de una mosca
El debate sigue abierto. Experimentos recientes parecen apuntar que seres inferiores como la larva de la mosca de la fruta, Drosophila melanogaster, siente dolor. En 2003 W. Daniel Tracey del Duke Institute for Brain Sciences en Durham (EE UU) demostró que si se aproxima una aguja a más de 42 ºC a una larva de Drosophila, ésta rodará alejándose de ella. Siguiendo esta línea, ese mismo año un equipo de investigadores del California Institute of Technology -más conocido como Caltech- identificaron en una Drosophila mutante el gen que anula el dolor, pues hacía que no respondiera a estímulos como el de la aguja caliente.
¿Si los insectos no sienten como nosotros, no tienen sentimientos? Foto: Istock
Por otro lado, en 2011 investigadores del Institute of Neuroscience de la Universidad de Newcastle (Gran Bretaña) simularon el ataque de un tejón a una colmena de abejas, con el fin de hacerlas ‘enfadar’. Además, los investigadores vertieron hexanol, cuyo aroma a césped recién cortado resulta tener un sabor desagradable para las abejas. Pues bien, las que fueron ‘atacadas’ por el tejón posteriormente reaccionaron con mayor intensidad al hexanol y mostraron cambios relevantes en los niveles de neurotransmisores como la serotonina y la dopamina, clásicos mediadores de las emociones.
Inducir el miedo en insectos
En 2015 un equipo de investigadores del Caltech trataron de inducir miedo en un grupo de moscas de la fruta proyectando de forma repetitiva una sombra que imitaba la presencia de un depredador. Después de retirar al falso atacante las moscas, hambrientas pero también estresadas, ignoraron la comida hasta pasados varios minutos. Para estos investigadores estamos ante una señal inequívoca de la existencia de una emoción que afectó su comportamiento, que se extendió incluso después de haber desaparecido el estímulo.
Obviamente, debemos tener cuidado de atribuir a los insectos el mismo valor que le damos los vertebrados a, por ejemplo, la sensación de dolor. Ningún insecto cuida sus partes dañadas ni tampoco deja de comer o de reproducirse en caso de tener heridas abdominales. Es más, siguen con su actividad normal aunque hayan perdido algunas partes del cuerpo. Pero no podemos concluir que no sientan dolor simplemente porque no se comporten como nosotros. Según los entomólogos neozelandeses R. P. McFarlane y R. P. Griffin, «es presuntuoso suponer que esto debería ser verdad para otras especies». Según ellos, las pruebas sugieren que deberíamos replantearnos «la extendida creencia de que un insecto es demasiado pequeño y su sistema nervioso central tan diferente del nuestro que lo hace incapaz de tener pensamiento consciente, planear acciones o tener sentimientos subjetivos».
Si aceptamos que insectos y plantas también son seres sensibles, que sienten y padecen -aunque de forma diferente a nosotros-, esto provoca unas preguntas inquietantes: ¿las organizaciones contra el maltrato animal deberían ocuparse también de los insectos? ¿Habría que prohibir los insecticidas o, al menos, obligar a los fabricantes a que actúen de forma menos cruel —todos sabemos cómo aletean las moscas después de aplicarlos en una habitación—?