En la casa de Carlos Alberto Piñerúa, el mismo que fue el sindicalista más prestigioso de la industria Petrolera y quien trajo a Playa Moreno el edificio de Fedepetrol donde estarían las oficinas de ese importante organismo que todavía hoy día es un esqueleto de cemento, ahí vivió Maleno con Faña por años y desde esa punta que da al cerro de la Playa del Ángel se convirtió el moreno pescador en el vigía de la playa de Moreno.
Fue tanto el tiempo que se anclaron Maleno y Faña en ese recodo de playa que todavía la gente los ve de noche remendando sus redes, cocinando a leña, haciendo sus nasas y jugando al escondido en el chinchorro que tenía guindado en el viejo yaque.
Desde esa punta de playa veía Maleno cada mañana los ballenatos que pasaban cerca del Farallón, la vista completa de la piedra blanquecina que adornaba ese mar y el graznido de los alcatraces se le metían entre oreja y oreja para producirle un sonido estridente en sus tímpanos.
Cada mañana amanecía Maleno soñando con cangrejos y sardinas y desde lejos veía con claridad la ardentía de los lomos de los cardúmenes que entraban a la rada de Moreno.
Se paraba sobre las piedras y quizás imitando al Ángel se quedaba mirando al firmamento como congelados por los vientos que se cruzaban desde el cerrito hasta la playa.
Se quedaba tan absorto que Faña debía pegarle cuatro gritos cuando están listas las arepas del desayuno para que despertara de su letargo.
Por años fue Maleno el custodio de Playa Moreno y aprendió a conocer el olor a limo y sabía hasta cuántas marejadas llegaban a la orilla de la playa cada día y su conocimiento del mar era tan grande que sabía calcular cuantas arrobas de sardinas entraban a Playa Moreno en cada calada.
No era Maleno un hombre de muchas palabras porque era protestón y solo el mar lo hacía calmar su ira cuando escuchaba las máquinas que llegaron como vapores a moler las playas y a dejar el pueblo vuelto polvo.
No dormía Maleno con los dos ojos cerrados, sino con uno cerrado y el otro abierto porque el canto de los alcatraces y los latinazgos del Ángel de Piedra se escuchaban cada noche en el rancho donde Malena y Faña cantaban canciones de cuna cada noche bajo la luz amarillenta de la luna.
Y se le secaba la garganta de tanto chupar calillas y encender la pipa imaginaria repleta no de picadura sino de maracas de yaque como el nuevo descubrimiento que sustituía el mentol chino como el viagra de entonces.
Nadie pudo calmar a Maleno cuando las máquinas molían cuanto caracol estaba a la orilla de la playa y lanzó insultos contra los invasores hasta que Carlos Alberro aterrizó en su casa para explicarle con lujo de detalles de que se trataba la intervención de esa costa que traía progreso al pueblo que cuidó Maleno por años como la niña de sus ojos.
Se acostaba en su chinchorro en el yaque que tenía en la parte trasera de la casa y dormía con el olor a limo metido en sus ternillas de hombre de mar y amanecía con la nariz tupida de tanto sereno que mezclado con el sopor del mar le estrangulaba las pituitarias.
Ahí acostado en ese chinchorro veían Maleno y Faña el canto de los robleros que pasaban a bañarse en Playa del Ángel con sus sacos para hacer sancochos unos y los otros para beber ron y correr el riesgo de que la figura que con los brazos extendidos imploraba al mar entrara en ira porque invadían su privacidad.
Por esos días el Ángel hacía silencio y ni se escuchaban los cantos nocturnos que se escuchaban en el rancho de Maleno cada madrugada y que hacían temblar de miedo a Faña.
Maleno creyó que era inmortal y no se imaginó nunca que el tiempo de los hombres se acaba en cualquier momento. Por eso hizo nasas para que duraran toda la vida porque nunca se imaginó que Dios necesitaría un pescador que le cuidara el cielo y que por eso dejaría a Faña preñada de lagartijos y de lebranches salpresos.
Solo Guillermo Serra y Cucú iban a tomarse su taza de café con ese hombre corpulento que caminaba como un toro encerrado hasta que los botes dejaban de circular por su bahía.
De noche no le faltaba el tabaco a Maleno para espantar los zancudos y para que lo dejaran tocarle las cuerdas del alma a la Faña de sus amores.
A la que lo acompañó en las noches de luna llena a saltar los cerros de longos que se atravesaban frente a las piedras que limosas lo llamaban para que recogiera los frutos del mar.
De noche era cuando Maleno más trabajaba remendando sus redes y rezando para el Ángel de Piedra no lanzara sus pesadillas envenenadas contra su mar.
Sabía Maleno que esa figura que estaba con las manos extendidas hacia el Farallón merecía respeto porque en sus conversaciones con el mar refería que no era producto de la casualidad que ese ángel se mantuviera aferrado a la piedra por tantos años.
Por eso cuando empezaron a invadir su privacidad murieron muchas personas destrozadas contra los riscos y aunque le dijeran de lo peligroso de esa playa custodiada por el ángel nadie creía lo que Maleno contaba que escuchaba de noche cuando jugueteaba al escondido buscando el tesoro de Faña.
Todavía cuando paso cerca de Playa Moreno se me vienen a la mente los recuerdos de Maleno y Faña los que retozaban en el chinchorro hasta conseguir la verdad del origen de la vida.
A Maleno se le fue la vida pescando amores, mirando la lontananza y descubriendo los mitos del Farallón y lo que más estudió fue esos latinazgos que brotaban del Ángel de Piedra que cada noche se lanzaba un remolino de protestas por la invasión a su privacidad.
Tanto Maleno como el Ángel tenían recelo de la gente y preferían la soledad al jolgorio de los buscadores de diversiones que venían a la playa a reventar enaguas y a disfrutar del amor en silencio.
A Playa Moreno una playita solitaria entre Los Robles y Pampatar le dio Dios un Farallón y una piedra blanca que bautizó García Bustillos como la Ballena Blanca para metaforizar ese espacio del silencio donde los alcatraces copulan cada día para poblar el mundo de aves de plumaje grisáceo.
Todavía las huellas de Maleno están marcadas en los arenales de la casa de Carlos Alberto Piñerúa de la cual solo quedó la imagen rastrera de las enredaderas que cubrían los cardones para que Maleno tuviera una excusa para ir con Faña a recoger esos frutos que le permitían regar de sueños cada noche frente al mar de Playa Moreno.
Un día se fue Maleno con sus sueños entre limo y sal y murió de tanto recoger cangrejos y longos en las piedras frente a sus casas y decía Cucú que seguro fue que se atragantó con una calilla de tabaco, pero murió para dejar a Faña solitaria recogiendo cundiamores y ajuntando retamas y maracas de yaque que quemaban para espantar los zancudos.
Y al poco tiempo se fue Faña que murió de soledad porque ya no tenía como matar grillos y se le fue secando el alma de no tener ni siquiera conversaciones con el viento y de no escuchar más nunca los sermones del Ángel que ellos escuchaban desde el chinchorro que se pudrió de tanto sol y sereno que le cayó.
Solo queda una historia de amor y dolor que cobijó a Playa Moreno por años hasta que solo los recuerdos preñados de historia quedaron colgados del viejo yaque donde Maleno y Faña pasaron media vida rumiando maracas y mordiendo hormigas chacacas.
Solo los recuerdos de Maleno sentado en su ture en la casa de Carlos Alberto Piñerúa y Faña cocinando arepas y almejas fue lo que fue quedando de un pueblo de hojas secas donde los hombres caminan arrastrando los pies y el hambre soma sus narices para escuchar cada noche los gritos del ángel que por años custodió la playa de Maleno y Faña.
Encíclica/ManuelAvila


