La definición más popular de un ser vivo describe sobre todo sus funciones básicas: nacer, crecer, relacionarse con el medio, reproducirse y morir. Desde un punto de vista más técnico, definiciones de este estilo no siempre son adecuadas, pues hay cuerpos, objetos u organismos que no están vivos y, sin embargo, nacen y crecen, —es el caso de los cristales de minerales—, e incluso que también se relacionan con el medio, se reproducen y mueren —como un incendio—.
La muerte como parte de la vida
En general concebimos la muerte como parte ineludible de la vida. Una condición sine qua non de estar vivo es que ineludiblemente va a morir. Los seres humanos y los animales con los que se relaciona cumplen con esa premisa.
Sin embargo, si entendemos la vida en su conjunto, con su gran complejidad y su enorme diversidad, la muerte no es tan necesaria. De hecho, existen seres vivos inmortales. Tampoco es cierto que la muerte exista desde que existe la vida. La muerte tal y como la conocemos es un invento de la evolución.
Es importante tener en cuenta la diferencia entre un ser vivo inmortal, y un ser vivo invulnerable. Un organismo inmortal es aquel que no muere de forma natural como consecuencia de procesos metabólicos propios; sin embargo, eso no significa que no pueda ser dañado y destruido.
La muerte, como proceso natural, hace referencia a aquella cuyas causas se asocian exclusivamente con el final de las funciones metabólicas propias de un organismo o un ser vivo. Lo que, en términos humanos, entendemos como “morir de viejo”, o por patologías que no proceden de agentes externos.
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