La reedición del clásico de Valentine Penrose, publicado originalmente en 1962, permite revisitar no sin asombro, la existencia de una aristócrata húngara que asesinó a 650 mujeres para alcanzar la “belleza eterna”
Georg Thurzó era conde palatino de Hungría. El rey Matias II le había pedido personalmente que vaya al Castillo de Čachtice para comprobar o desestimar los rumores que corrían en torno a Erzsébet Bathory, prima de Thurzó, pero que una disputa patrimonial los había enemistado profundamente. Llevó varios soldados con él y llegó, luego de varios kilómetros, a lo alto del cerro donde estaba el castillo —y sigue estando: en la aldea de Čachtice, actual Eslovaquia, declarada reserva natural—, el 30 de diciembre de 1610. La condesa Bathory vivía junto a un nutrido número de sirvientes pero sin guardias. Su marido, Ferenc Nádasdy, conocido como el Caballero Negro de Hungría por los crueles métodos con que asesinaba a sus enemigos, había muerto seis años atrás durante una guerra. Aún hoy las causas son desconocidas; suele decirse que fue envenado por orden de su propia esposa. Habían tenido cuatro hijos juntos.
El castillo estaba ubicado en una propiedad inmensa. De lejos y de cerca, lucía imponente —bellísimo y sombrío a la vez—, pero nadie lo protegía de posibles invasores. Como si no hiciera falta, como si con las leyendas y rumores de la aldea bastaran para permanecer inviolable. Thurzó y su tropa ingresaron lentamente. En el patio encontraron a una mujer. Agonizaba. Tenía la cadera fracturada. En el salón, dos muchachas muy jóvenes, trece años tal vez: una empapada en sangre, ya muerta; la otra, con heridas profundas, respiraba con dificultad. Siguieron avanzando hasta que encontraron lo que se conoce como mazmorra: el calabozo personal de la dueña del castillo. Adentro, doce mujeres gravemente lastimadas con cortes y . El olor putrefacto de la sangre seca y añeja tenía toda la edificación. Luego aparecieron los cadáveres. Decenas, centenas de cadáveres. Todas mujeres. Mujeres jóvenes.
“Como los grandes perros de raza, era perversa. Y meticulosa”, escribe Valentine Penrose en La condesa sangrienta, publicado originalmente en Francia en 1962 y reeditado recientemente por el sello argentino Interzona con prólogo de María Negroni. “Hermosa e imponente, altanera, enamorada solo de sí misma”, sostiene. “Los demonios los llevaba dentro”, agrega. Es una notable recopilación de documentos acerca de Erzsébet Bathory, la historia real de una aristócrata que nació en Nyírbátor, Hungría, el 7 de agosto de 1560, y murió en la actual Trenčín, Eslovaquia, el 21 de agosto de 1614. Fue acusada y condenada por asesinar a alrededor de 650 mujeres. Lo que leemos en esas páginas cargadas de dramatismo es una mezcla de novela histórica o de historiografía novelada y poema en prosa. Es también un túnel gótico donde la belleza y la crueldad se abrazan, se unen y se perforan en una simbiosis intolerable.
La condesa sangrienta es un libro que puede leerse como una historia de la crueldad. El dedo se posa en un lugar específico del mapa y se recorta en una época determinado. Ahí, en ese momento, en esas tierras, el salvajismo persistía. Un salvajismo entendido, no como la contracara de la civilización —¿quién podría considerarse más civilizado, en ese entonces y para los ojos de aquel siglo, que las más refinadas aristocracias?—, sino como un individualismo tan atrozmente hedonista que no reconoce la otredad. La libertad del victimario para disponer, torturar y ejecutar. Cuenta Penrose que, para graficar “la crueldad de los húngaros”, se narraba la historia del castigo al campesino que vendía niños cristianos a los turcos: “lo cosían desnudo dentro de un caballo muerto al que habían sacado las entrañas, con solo la cabeza asomando por debajo de la cola del caballo; y el animal y el vivo se pudrían al mismo tiempo”.
Los ejemplos previos a la condesa que explican el contexto de su surgimiento son varios. El libro lo desarrolla con precisión y extensión. Por ejemplo, el castigo a Klára Báthory, tía de Erzsébet, quien mató a sus tres esposos y huyó con su amante. “La cosa terminó muy mal”, dice Penrose y cuenta que “fueron capturados por un bajá; al amante lo ensartaron en el espetón y lo asaron; en cuanto a ella, toda la guarnición le pasó por encima. No habría muerto por esto, pero la apuñalaron al terminar”. La condesa nació en una de las familias más poderosas de Transilvania. Su tío fue Esteban I, príncipe de Transilvania y rey polaco entre 1575 y 1586. Árbol genealógico, parentesco fortificado. “Todos eran tarados, crueles y lujuriosos, lunáticos y valerosos”, dice Penrose. Sus padres eran primos y, de algún modo, ella y su marido también. “La sangre no se renovaba”. La gota era la enfermedad de la época; la epilepsia, la de la familia.
Cuando su marido estaba en la guerra, que ocurría muy a menudo, ella se inventaba un espacio para sí misma. “Tenía también otra vida, furtiva, propia”, cuenta Penrose. “Como se aburría siempre de forma tremenda, había constituido una corte de degenerados y ociosos con los que iba de castillo en castillo”. Sus “crisis de erotismo sádico” eran saciadas con “jóvenes enloquecidas de dolor por los alfileres que les habían clavado bajo las uñas, o cuando, en su frenética pasión, les quemaba ella misma el sexo con un cirio”. Inclemente e insaciable, “sus últimas palabras antes de hundirse en el síncope final eran siempre: ¡Más, más, más fuerte!” Y en ese registro de la descripción especular, sumamente poético, subjetivísimo, Penrose se permite también incurrir en la astrología: “La Luna, mal influida por Marte y en nefasta fase con Mercurio, es el origen de su sangriento sadismo; y ello en algún signo cruel como el Escorpión, sin duda”.
La belleza puesta en jaque por la edad es una maniobra que el tiempo ha hecho a lo largo de la historia. Hay dos momentos en la vida de la condesa, dos quiebres. Uno ocurrió cuando volvía de sus cabalgatas con un amante. Vio “una vieja muy arrugada al borde del castillo” y se echó a reir. Luego le preguntó a su pareja ocasional: “¿Qué dirías si te obligara a besar a esa vieja?” La mujer la escuchó, volvió su mirada y pronunció estas palabras: “¡Cóndesa, dentro de poco estarás como yo!” Cuenta Penrose que esa tarde “Erzsébet había regresado al castillo estremecida, resuelta a alejar cualquier precio fealdad y vejez”. El segundo momento es una escena ya clásica en su historia. Una sirvienta la estaba peinando y sus cabellos se enredaron en el peine provocándole un fuerte tirón. “Golpeó al azar el rostro de aquella desmañanada; inmediatamente brotó la sangre y salpicó a la Condesa en el brazo”.
“Cuando acabaron de lavar la mancha, Erzsébet bajó la vista, levantó la mano, la contempló y calló: por encima de las pulseras, en el lugar en que la sangre se había detenido unos minutos, le pareció que su carne tenía el resplandor translúcido de una cera encendida iluminada por otra cera”, cuenta Penrose. Desde entonces, la obsesión. Volvió a consultar a su bruja de cabecera. Esta le dijo: “la sangre, la sangre de las muchachas y de las doncellas, el fluido misterioso en el que a veces habían pensado los alquimistas hallar el secreto del oro”. A partir de ese momento su vida da un giro y empieza a nacer un mito que ya se veía venir: la crueldad encuentra su razón de ser, su objeto final y a la vez permanente: la belleza. Paulatinamente lo comenzó a llevar a cabo. Junto a sus fieles Jó Ilona y Dorkó, “aquellas manipuladoras de sangre sucia”, que eran feas, sucias y poseían una “increíble crueldad”. Así se construyó la temible leyenda.
Valentine Penrose, la autora de La condesa sangrienta, dejó varios libros —era narradora, poeta, también artista plástica ligada al surrealismo—, pero ninguno como este. Nació en 1898 en Mont-de-Marsan, Francia; murió en la ciudad inglesa de Chiddingly en 1978. Esta obra caló profunda en diversos escritores. Quizás el caso emblemático sea Alejandra Pizarnik, que en 1966, cuatro años después de su publicación original, editó un relato titulado de la misma forma: La condesa sangrienta.
Mezcla de narrativa, ensayo y prosa poética, aborda el libro de Penrose, se fascina con la historia del personaje y ensaya un análisis profundo: “Desnudar es propio de la Muerte. También lo es la incesante contemplación de las criaturas por ella desposeídas (…) Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo”.
Capturada, enjuiciada y condenada, Erzsébet Báthory pasa sus últimos cuatro años en el más absoluto encierro. Es su propio castillo, un cuarto completamente cerrado sin más apertura que un pequeño orificio por donde ingresa un plato de comida, donde la vida de la condesa se apaga. Es un desangre poético, la decadencia en vida sin nadie que le conceda caricias, súplicas, palabras. Ya no podía mirar de frente a la luna, “aquella Luna”, la obsesión germinal, “la (que) buscó siempre en sus cabalgatas nocturnas y solitarias, cuando iba a ver a la bruja del bosque. La veía en la nieve, la veía en sí misma, en el halo interior de su melancolía y de su impotencia para tocar cualquier cosa”. Ni siquiera eso. ¿Qué sentido tiene la justicia si no hay un poco de venganza poética? En silencio, con su gran lujo desnutrido y sus propiedades confiscadas, cae y muere. La encuentran boca abajo, sin pulso, dos semanas después de haber cumplido 54 años.