Recién, con unos amigos, visité Jají. Era un pueblo hermoso. Tacita de oro para la contemplación de su típica arquitectura andina, el disfrute de un paisaje de ensueño; con prósperos negocios, regentados por gente amable, consciente de prestar un buen servicio, nada de especulación ni en comercios ni en restaurantes.
Se llegaba por carretera buena y el apreciar la cascada era todo un espectáculo. Había que manejar muy despacio dada la afluencia de vehículos que se estacionaban para observar esa maravilla de la naturaleza, un pequeño Salto Ángel, sin duda, que brota desde el techo de una gigantesca mole de piedra que, a su vez tiene, entre otros récords, el de ser la más alta y la de mayor circunferencia de todas las semejantes que existen en la cordillera del sureste andino.
Entonces, en la vía, algunos pequeños huecos, pero nada de grandes cráteres. Unos y otros cada cierto tiempo eran reparados por la Gobernación en tiempos democráticos. El señalamiento vial, perfecto y claro.
Sus habitantes, simpáticos, agradables en el trato, muy decentes. La Iglesia, pequeña pero hermosa como Casa para albergar a Dios y la Plaza Bolívar orgullosa de tener en su centro, rodeada de banderas, al Padre de la Patria, para rendirle homenaje eterno.
Pero ahora, Jají también es un pueblo de casas muertas. En este paradisiaco lugar, a dos horas de la que antes fuera la ciudad de los caballeros, de Mérida, o de la Universidad que tiene una ciudad por dentro, se dio caso igual al de Ortíz, donde Miguel Otero Silva localizó su inmortal novela, escrita y publicada en 1955, que describe cómo se fue muriendo lentamente lo que antes fuese una ciudad de las más florecientes del inmenso llano guariqueño, bajo las crueles botas, con pesadas y punzantes espuelas, que eran de plata, calzadas por el tirano Juan Vicente Gómez, que pisaban duro sobre las espaldas de los venezolanos de esos tiempos grises, duros y tristes.
Ver a Jají, con todas las casas alrededor de la plaza cerradas sus puertas y ventanas, a pleno mediodía, nos produjo una honda tristeza. Lo que antes era un pequeño bulevar donde el turista encontraba toda clase de recuerdos, desde finas muñecas de trapo hasta cobijas, suéteres y chaquetas de cuero de todo tipo; bien talladas piedras de colores y collares finamente entrelazados; además de toda clase de aperos para ensillar caballos, con colorido correaje en largas cintas y magníficas sillas de montar, sin olvidar los negros manteles tendidos por los hippies en las aceras repletos de preciosa bisutería. Había varios restaurantes ofreciendo desayunos al estilo americano y criollos, almuerzo –con variados menús-, siendo su sopa de arvejas la mejor de toda la región de las altas montañas-.siempre repletos de extranjeros, sobre todo estadounidenses, canadienses, franceses e italianos, que se les sentía la felicidad en los ojos tomando fotos de las casas con sus balcones, de la calle empedrada, de los rostros de los niños que jugaban en la plaza y de los abuelos que los cuidaban amorosos, mientras su padres atendían los negocios.
Se notaba el emprendimiento y sus buenos resultados. Circulaba el dinero. El dólar aún no llegaba a trastocarnos la vida. La razón, muy sencilla: la economía nacional cubría las necesidades básicas de la gente que, se notaba era feliz, porque vivía en democracia. Los domingos, los campesinos desde muy temprano llegaban a la plaza con sus bultos repletos de toda clase de verduras y vegetales, que los visitantes compraban a precios asequibles. En suma, “Jají era una fiesta,” hubiese dicho Hemingway si la hubiese conocido.
Ahora, sencillamente, todo es tristeza. Sí, Da pena reconocerlo y rabia igualmente, No es posible decía la pareja, procedente de Margarita, a quien acompañamos, que “Mérida, región turística por excelencia, que podría decirse fue pionera en explotar esta industria, sin chimenea, haya dejado perder pueblos como Jají que, en otros tiempos, era punto primordial en la agenda turística de quien visitaba la región andina”.
Es que los tiempos de ahora, le dijimos, son muy diferentes a los de antes, mis queridos amigos, fue la respuesta.
“Bueno, es verdad. Antes los gobiernos hablaban poco y trabajaban más: construían obras para favorecer el turismo y no había tanto despilfarro, desidia y corrupción, como existe hoy en día”, argumentaron, con toda razón, los amigos visitantes.
“Pero resulta increíble que aquí no haya nada abierto, porque todo está cerrado prácticamente a cal y canto. Habrá que preguntar, si encontramos alguna persona que nos responda, tan preocupante por qué”.
Y la encontramos. Ella, viuda, con sus dos únicos hijos migrantes por el mundo, era la que tuvo, por más de treinta años, bajo su responsabilidad, atender la primera posada que se estableció en el pueblo.
Pero llegó el gobierno socialista y la acosó tanto y tanto que la señora se vio obligada a entregarle la posada a la revolución.
Por cierto, un alcalde rojo quiso ponerle la mano al establecimiento, pero un gobernador se lo impidió. Lo cierto es que la posada fue cerrada y así lleva algunos años ya.
Como también cerrados están todos los negocios, menos una heladería que subsiste a duras penas y, dos cuadras, a la salida del pueblo, hay una pequeña venta de comida, casera, que es el único establecimiento abierto a duras penas porque, y fue del todo cierto, mis amigos margariteños y yo fuimos los primeros visitantes en llegar a Jají en los dos últimos meses.
En la carretera, sí, es verdad, taparon algunos de los cráteres que había en ella. Pero el trabajo de asfaltado, si se observa con detalle, fue mal hecho. Un letrero, descolorido, casi, se lee en una curva. Dice Cormetur. “¿Qué es eso?”, me interroga el amigo: “Es la Corporación Merideña de Turismo”, le respondo.