Indudable, ya era justo y necesario que la protesta se hiciese nacional, fuerte, multitudinaria y, sobre todo, presidida por una sólida unidad; demostración más que evidente de cuál tamaño es el mal que carcome a Venezuela y de cómo los responsables comienzan a medir, con mucho susto, el daño que contra el pueblo todo han cometido. Y lo miden, de eso no cabe duda alguna.
Una sola prueba: El presidente ordenó ayer domingo repartir, por el Sistema Patria, un bono de 500 bolívares, creyendo así que hoy lunes los venezolanos se quedarían en sus casas y no saldrían a llenar las calles del país con un solo grito y una decisión inquebrantable, señal también inequívoca de estar definitivamente cansados de aguantar tanto abuso e irrespeto.
Las multitudes en cada ciudad, demostrando coraje y mucha valentía, llevando bien en alto la bandera de la paz, pero igualmente el grito de protesta, mostraron que en la unión está la fuerza y, sin permitir que el liderazgo político, por lo demás venido a menos, interviniera de algún modo, dio una vez más su paso firme al frente y se le encaró al gobierno.
La escena del piquete de guardias nacionales caminando de espaldas, obligados por la mayoría de marchantes, fue evidencia de que las calles son del pueblo nuevamente. Y ese mensaje al alto mando militar es una precisa advertencia. Y al gobierno central recordatorio de ser el gran culpable de la debacle nacional.
Los pueblos siempre han protestado contra quienes tratan de humillarlos, y la historia está llena de innumerables ejemplos. Algunos de sus atropelladores fueron defenestrados y, como sus estatuas, caídos contra el suelo, convertidos en mil pedazos. Otros huyeron y están a salvo, pero lloran el poderío perdido y les aterra día y noche el reclamo de sus propias conciencias. Pocos, mejor dicho, ninguno de ellos rectificaron. Los pueblos, en cambio, se sometieron al examen público y, aceptando su culpa, que la tuvieron, retomaron el camino democrático y hoy son repúblicas donde la paz, el progreso y desarrollo son columnas en donde descansan.
Esto sucedió también entre nosotros que, después de largos, tenebrosos y criminales diez años de dictadura, la madrugada del 23 de enero del 58, reencontró la democracia y fue libre en todo sentido hasta diciembre del año en que llegó al poder la denominada revolución bolivariana. Y eso es cierto. Quien trate de negarlo quedará muy mal ante todo el mundo, porque todo el mundo sabe, dentro y fuera de Venezuela, que nuestro país, tú país, mi país, está mal, muy mal y eso no es mentira.
La marcha, con la cual los educadores contagiaron a la masa laboral toda y en perfecta alianza marcharon protestando la pésima y vergonzosa calidad de vida que soporta el pueblo, consecuencia del desgobierno que se acerca a las dos décadas y media de fracaso en fracaso, hacía falta. Nadie lo niega.
En justicia, tenía que darse.
La sonrisa de la profesora Castillo, la principal lideresa sindical que a pulso cierto se ganó el corazón del pueblo, fue suficiente para calificar de extraordinaria la jornada. En sus sentidas palabras, fue sencillamente clara, como el agua: “El miedo no está en nuestra acera. Está en el lado de los represores”.
Queda, para los politólogos suscribir el más realista de sus análisis para entender cómo y por qué el pueblo dio este paso gigantesco, después de un largo silencio, de una quietud atosigante, sin embargo aprovechada por ese otro liderazgo, el sindical y gremialista, para irle insuflando decisión hasta llegar a la acción de iniciar la gran marcha que terminará por convencer al gran gobierno sobre la urgencia de rectificar. Y eso, merece el más estruendo de los aplausos. El que darán, finalmente, y tenganlo por seguro, opositores y oficialistas.
AngelCiroGuerrero