I Juan, a quien todo el mundo conocía en la selva guayanesa como El Veguero, y su hijo Juan, un muchacho de escasos veinte años, corpulento y avispado, salieron de madrugada en su bote desde la rojiza playa arenosa de un recodo del Cuyuní, en donde habitaban con Joaquina, la madre y esposa. Iban, como cada cuatro días, a ver si había presas caídas en las trampas colocadas estratégicamente en sitios claves.
Fue vislumbraba un viaje agradable. La brisa, fuerte y fría, les daba en la cara a los dos hombres que viajaban en silencio. Rostros duros, quemados por el sol; manos callosas de tanto trajinar en esas soledades de selva y ríos, un paisaje duro y hermoso, misterioso, de cruzar a pie distancias sin ver sol porque los altos árboles tapan el cielo, desde donde se desprende, casi siempre, una lluvia fuerte: y de navegar por ríos cristalinos unos y otros grises o con el agua a colores por el tano y las inmensas lajas de piedra relucientes.
A dos horas casi de navegación, Juan el veguero, nacido por los lados de Upata, que había sido primero muchacho de mandados, luego arriero de mulas llevando hortalizas, después cuidador de caballos y finalmente, cuando ya tenía 30 años se hizo buscador –sin suerte- de diamantes, iba recordando el transitar, nada fácil de su vida, hasta que decidió un buen día irse selva y rio adentro, a buscarse su futuro, sin depender de nadie.
Ya tenía amores con Joaquina, de 19 años, venida a tierra guayanesa desde la Mesa de Guanina, por los lados de Anzoátegui, buscándose igualmente la vida.
II Por la verde vastedad fue marcando camino y, al mediodía llegó a un lugar que le pareció el más conveniente. Marcó límites y, en menos de un mes, había derribado los árboles necesarios para hundir en la tierra las columnas que sostendrán las vigas del techo, que cubrió con gruesas capas de ramas y hojas de palma; hizo barro y cubrió las paredes, niveló el piso, apisonando la tierra; colocó piedras del rio alrededor de la casa para evitar las culebras; hizo una mesa, dos sillas, una cama, y armó con varias lajas lo que habría de ser la cocina.
Acomodó luego lo que determinó sería el conuco; sembró yuca, ñame y caraota y remontó otra vez el río, en busca de Joaquina, que ya lo estaba esperando. Veinte años después, a bordo del bote, Juan el veguero se sentía alegre. Era el dueño del mundo. Tenía muchos amigos en toda la Guayana, por donde comercializaba sus verduras y de regreso iba vendiendo mercancía que compraba en Ciudad Bolívar, en San Félix, en Upata.
No era hombre rico, pero así se sentía porque no le debía medio a nadie y él, Joaquina y Juan, el hijo que les había nacido en el recodo del río donde habitaban, era feliz.
Los indios le querían como a un hermano de raza, los mineros que, como hormigas llegaban por esos lados, pero igual se marchaban porque en esa zona no había oro ni diamantes, por más que la hurgaba, le tenían respeto y también los hombres del ejército que de vez en cuando por allí se aventuraban, lo sentían guardián del territorio por esos lados de la patria.
II Juan el veguero recortó la velocidad al bote, el motor chasquilló. Juan, el hijo, se puso de pie, vigilante… Era muy alto, anchas espaldas, cuerpo musculoso, pelo negro, ojos muy vivos.
El padre apagó el motor y se hizo el silencio porque el río estaba sereno. De vez en cuando los monos aullaban y se dejaba oír el canto de los pájaros.
En la cercana curva el río que navegaban se encontraba con el Cuyuní, que en esa parte su cauce no era muy ancho. Juan el veguero, a canalete, se fue acercando a la orilla. Presentía algo extraño.
Le hizo señas a Juan, el hijo, que se aprestó a empuñar el machete. Con mucho sigilo atracaron. Ya otro bote estaba allí. Los dos hombres avanzaron y, a los pocos metros, a la sombra de un inmenso samán, dormidos, cuatro soldados, de piel negra, uniforme verde, descolorido, y cuatro rifles, descansaban.
IV Juan el veguero, señaló las armas, que Juan, el hijo, con sumo cuidado, colocó rápidamente a su lado. Juan el veguero, le colocó su carabina en la cabeza de uno de los soldados y lo conminó a rendirse.
De inmediato, despertaron y, al verse amenazados, levantaron las manos. Juan el veguero, le ordenó entregar sus documentos, que los soldados colocaron en el suelo, otro tanto hizo con el correaje.
Juan el veguero, apuntándoles, le dijo a su hijo que arriase la bandera guyanesa que los soldados habían izado, la doblase y guardase. Los soldados no protestaron.
Juan el veguero hizo que uno de ellos amarrase a los tres restantes, dejando al tercero libre para que, en fila india, los llevase hasta la embarcación. Juan el veguero le dijo que esa isla era de Venezuela; que se marcharan e informaran a sus oficiales que si volvían encontrarán tropas venezolanas defendiendo su territorio.
V Esa isla era Anacoco, situada exactamente en el Caño “Brazo Negro”, que se desprende del rio Cuyuní, allá abajo siendo divisoria, con sus escasos 8 kilómetros de superficie, perteneciente a Venezuela, como el resto de los 159.542 Kmts2 que conforman nuestro Territorio Esequibo.
VI Juan el veguero encendió el motor del bote guayanés, sus tripulantes abordaron y se marcharon. De inmediato, dejó a Juan, el hijo, defendiendo lo recuperado y, a toda velocidad, navegó kilómetros arriba, avisando lo que había ocurrido.
De inmediato, una vez conocido el parte, velozmente, las autoridades se movilizaron. Era la primera vez que el ejército venezolano se instalaba en Anacoco,
Anteriormente al acto heroico de Juan el veguero y de Juan, su hijo, nuestros uniformados visitaban a Anacoco muy esporádicamente. Desde entonces, existe allí un Puesto del Ejército Venezolano
Para Juan el veguero y para Juan, su hijo no hubo medalla alguna que significara agradecimiento a los dos hombres que rescataron Anacoco.
Promediando 1972, trabajando como redactor especial para las revistas Momento y Bohemia, del Bloque D´Armas, visité ampliamente algunas partes de la selva guayanesa, especialmente en la parte limítrofe con Guyana.
Conocí a Juan el veguero que, por entonces, ya tendría más de 80 años, y me relató lo sucedido que, luego, en Ciudad Bolívar, me fue ratificado por conocedores tanto de la región como de nuestra reclamación del Territorio Esequibo.
La crónica fue publicada, igual que las entrevistas que hice a algunos ciudadanos que protagonizaron la denominada Rebelión del Esequibo o la Guerra del Rupununi, en tiempos del gobierno del recordado presidente Raúl Leoni, que encabezara Valeria Hart y su esposo, buscando la anexión del Territorio Esequibo a Venezuela.
Debe recordarse que el presidente Leoni no respaldó ni participó de algún modo en ese movimiento, que el gobierno guyanés reprimió con tortura, cárcel y exilio para sus promotores, que finalmente buscaron cobijo en Guayana…
Testimonio de lo aquí relatado, está impreso y reposa en la Biblioteca Nacional.
ÁngelCiroGuerrero