Si bien, a los 96 años, su mente no tiene la agilidad que lo caracterizó como reportero gráfico, Augusto Hernández, aún nos deleita con muchas de las historias de los acontecimientos que le tocó vivir y reseñar para El Nacional.
A cuatro años de un siglo de grandiosa existencia, todavía vive para contarlo. Cámara en mano, lo recordamos entre las llamaradas de una explosión petrolera, desafiando el oleaje de un mar de leva y con el agua casi a la cintura, cuando, luego de mucho llover -en aquel aciago 1970- el Neverí se metió de lleno hasta el propio centro de Barcelona.
Los sucesos recogidos por su lente fotográfico, son dignos de más de un Pulitzer, el gran premio periodístico de fama mundial: Los alzamientos militares de los años 60, conocidos como el Barcelonazo y el Carupanazo, los episodios cruentos de la guerra de guerrillas, tragedias aéreas de sobrecogedoras magnitud -como aquella, con 74 muertos protagonizada por un avión de Avensa en Maturín- el largo episodio de los frecuentes estallidos de oleoductos petroleros por acciones armadas clandestinas contra los gobiernos de Betancourt, Leoni y Carlos Andrés Pérez.
Muchas veces, los dos amanecíamos trasnochados entre los primeros que llegaban con las comisiones de rescate de avionetas caídas en la montaña de Bergantín, en ensenadas del golfo de Santa Fe, o en el más inhóspito lugar de una sábana o de una playa.
Hubo una época en que ya parecíamos cronistas de la aviación civil y militar. En un solo año, contabilizamos tres desastrosos siniestros de bombarderos de la base aérea local.
Un DC3, que iba en ruta hacia Colombia –con una extraña carga de juguetes navideños, desde Norteamérica- amaneció un día semi enterrado entre la arena de las playas de Caño Caimán, luego de haber rondado en la madrugada sobre el aeropuerto, en desesperado intento de aterrizaje. La torre de control no respondió a sus llamados de emergencia. El piloto tenía antecedentes por drogas en Estados Unidos. De repente, nos llamaban desde las agencias internacionales de noticia y hasta del exterior, en demanda de tomas fotográficas.
Esas grandes tragedias que por años y años han sembrado de dolor y de llantos las carreteras de nuestra región oriental, nunca faltaban en el recuento de los años en los cuales anduvimos reporteando juntos para El Nacional, en la extensa geografía del Estado Anzoátegui y de otras zonas del oriente del país.
Hubo algunos momentos en los cuales no parecía haber lugar para el descanso. Cuando llegaba el momento de las vacaciones, estábamos extenuados y era la comadre Lulú, la que alertaba: “No voy a pasar la vacación escolar con esos muchachos en la casa. El “Pure” se va de vacaciones”, reclamaba ella, con justa razón. Además, las palabras de Lulú siempre fueron órdenes. Pregúntenselo al propio Augusto.
El haber trabajado con Augusto Hernández, por casi medio siglo, me permite retratarlo estupendamente – y con muy sobrada experiencia –hasta en muy pocas palabras, como es este el caso.
Tengo el privilegio de conocerlo, de vista y trato, como se decía en los antiguos documentos, desde 1957. En diciembre de ese año, logré mi primer ascenso en El Nacional. Eso significó para mí, el traslado hasta la corresponsalía de Barcelona, luego de mi primera incursión periodística con el periódico de los Otero, aquel mismo año, primero en Tucupita y luego –por muy pocas semanas- en El Tigre.
Cuando me trasladaron para Ciudad Bolívar, en junio del 58, comenzábamos a sentirnos tan hermanados que, al momento de la despedida, lloramos como un par de muchachos.
Obviamente, el Augusto Hernández de los grandes acontecimientos fotográficos, también recoge vivencias gratas, reconfortantes y pintorescas, en el discurrir contemporáneo de Barcelona y Puerto La Cruz, ciudades que aprendió a querer quizás tanto como a su Puerto Cabello natal, donde, de niño, admiraba el trabajo de Henrique Avril, el genial fotoreportero de “El Cojo Ilustrado”.
Entre sus tantos amigos, de Caracas y de su nativa Puerto Cabello, Augusto Hernández relata siempre la fraternal relación que lo unió con el poeta Aquiles Nazoa y el célebre músico Italo Pizzolante.
“En los primeros años del gobierno de Pérez Jiménez, Aquiles frecuentaba la redacción para llevar los poemas humorísticos que publicaba con el seudónimo de Lancero. Eso fue por poco tiempo, el poeta fue desterrado del país y le tocó vivir parte de los tiempos de la dictadura en La Paz, Bolivia”, recuerda, al aludir al tiempo que se desempeñó como portero, en la Redacción del periódico en Caracas. Ese fue su primer trabajo en El Nacional.
La canción Puerto Cabello, de Pizzolante, era cantada y silbada por Augusto, con mucha frecuencia. Era habitual oírsela cuando estaba revelando sus fotografías. Su esposa Lulú Soria siempre decía que Augusto cantaba esa canción más que el propio Pizzolante, a quien conoció de muchacho en Puerto Cabello.
Era yo un fogoso y espigado muchacho de 22 años, cuando tuve la oportunidad de trabajar, por vez primera, con Augusto Hernández. Eso ocurrió en 1957. Ese fue uno de mis primeros años en el periodismo. En junio, me incorporé a El Nacional como corresponsal exclusivo en Tucupita. En la capital del entonces territorio Delta Amacuro estaba yo destacado cuando en septiembre de aquel año nació en El Tigre de Anzoátegui mi hijo Oswaldo.
Él y su hermana mayor, Mabel, como puede verse, tuvieron la suerte de un padre muy joven. Era la época, cuando los rusos lanzaron en un satélite por el espacio, a su famosa perrita Laika.
En aquel año, la suerte andaba de mi parte. En noviembre, el corresponsal en Barcelona, Cirilo Montes Zuñiga, renunció. Por razones familiares había decidido volver a Caracas. Eso me valió un sorpresivo ascenso, desde Tucupita hasta la capital del Estado Anzoátegui. Casi no lo podía creer.
También Montes Zuñiga debió haberse sentido perplejo cuando aquel flaco, alto y bigotudo muchacho margariteño, a quien Augusto Hernández había acudido a buscar en el terminal de Aerobuses de Venezuela, entró a su oficina, chaqueta en mano y en sencilla camisa de kaky de contrabando, poco después de la hora del desayuno. “Bienvenido Evaristo, eres el periodista más joven que jamás he visto.
En El Nacional te ven mucho futuro, me dijo el Gocho Guerrero Pulido, jefe de provincia, al anunciarme tu traslado”, me dijo de lo más cordial, poco antes de salir conmigo a un recorrido oficial, que para él era de despedida.
Ese día, conocí al gobernador Manuel José Arreaza y a la presidenta del Concejo Municipal, Chuita Hernández Caballero, entre otros importantes funcionarios. El recorrido se extendió hasta los tribunales. No hubo tiempo para ir hasta Guanta. Al administrador de la aduana, Ramón Bajares Pérez, me lo presentó por vía telefónica. “Es el periodista más joven que tiene El Nacional en el interior del país”, recuerdo que le dijo.
Ahora y en esta misma fecha, mí ahora compadre Augusto Hernández, en lo que a edad respecta, está a pocos años de un siglo de vital existencia. De esa notable edad es mucho lo que puede decirse, este viernes, 1 de septiembre. Curiosa fecha para nacer, le preguntaban la edad y decía, jovialmente, nací en 1-9-27.
El primer día del mes 9 del año 1927, cuando todavía Juan Vicente Gómez gobernaba con mano de hierro a este país que ya para esa época comenzaba a exportar hacia el mundo mucho petróleo.
Como podrán entender, Augusto Hernández y yo formamos parte de la historia de El Nacional en Barcelona desde hace casi mucho más de medio siglo. Eso incluye el tiempo cuando Miguel Otero Silva ejerció como director y fue forzado a salir del cargo, con el periódico sometido a un boicot publicitario empresarial, en los años 60.
Un día nos lanzábamos ida y vuelta hasta El Tigre, para ver al famoso apagador mundial de incendios petroleros, Red Adiar, combatiendo una estrepitosa fuga de gas en un pozo de la CVP, en Melones.
La noche se nos hizo larga en Cariaco, entre el dramático rescate de víctimas del terremoto, en julio de 1997. Aquel reportero que yo conocí en duros acontecimientos, guerrillas, catástrofes aéreas y de vialidad, terremotos, atracos bancarios, inundaciones, me maravillaba con sus fotos en blanco y negro. El reunía la agilidad plena para captar el acontecimiento y el ojo periodístico para trabajar los negativos en el laboratorio y optimizar las imágenes.
Con la tecnología del color computarizado, el laboratorio desapareció. El modernismo trajo consigo la imagen digital y ahí estaba Augusto Hernández, cargado de años y experiencias, con sus cámaras a full color, automatizadas, computarizadas, convertido en un reportero de dos siglos, el de las pesadas cámaras de bombillos que se disparaban estruendosamente y el de las supercámaras digitales, más livianas, capaces de hacer gran parte del trabajo que el reportero debe cumplir.
Su paso por la Universidad no fue en vano. Eso le permitió estudiar y analizar la teoría, pero su sabia universitaria es mayor, siempre se ufanó de transferir sus conocimientos a toda una legión de reporteros en distintas épocas.
Tres de sus hijos, Augustico, Leo y Juan Carlos, lo han tenido como el más brillante y estupendo profesor que jamás habrían conseguido en otro parte.
Siempre hablamos de hacer un libro juntos, pero ese fue un proyecto que lo extinguió la falta de papel y lo costoso que es ahora editar un libro fotográfico. Le pasaría lo que a otros libros míos, que están por ahí, en los archivos de las computadoras, sin editores. Yo siempre digo que mi libro “La Margarita inolvidable”, naufragó con la expropiación de Conferry, cuando estaba casi listo para ir a la imprenta en el 2008.
¿Sabes que la gente al morir, encoge?
Mañico Silva, propietario de la única funeraria que hasta avanzada la década de los años 50, tuvo Barcelona, se ufanaba de tener “medido de vista” a todos los principales personajes de la ciudad, para asignarle, a la hora del fallecimiento, el tamaño de la urna. No dejaba eso al azar. Los medía mentalmente y anotaba nombre y talla en lo que llamaba “Cuaderno Nro 2”- En perfecto orden alfabético allí estaban el Gobernador y todos los funcionarios del gobierno, el jefe de policía, los jueces y hasta el director y los maestros del grupo “Chile”.
Cierta vez, Mañico observó que al pasar frente a su negocio – cercano por obvias razones estratégicas al viejo hospital “Luis Razetti” – el joven reportero gráfico de “El Nacional” Augusto Hernández, comenzaba a caminar con gestos extraños, tal como si estuviera paralítico de tanto andar con esa cámara al hombro. “Mañico, tengo que hacerlo así, ¡para que no me midas!”, le dijo, chistosamente, y el conocido comerciante funerario, le sorprendió, sonriente, con esta contundente confesión: “Uff, Augusto, tu medida la tengo en el Cuaderno N° 2, desde hace años. A la gente hay que medirla viva. ¿Tú no sabes que la gente, al morir, se encoge?”.
A su edad, obviamente, su salud actual está algo resquebrajada. Keila Hernández Soria, la hija que lo cuida, nos dice que “su mente se nubla cada vez con mayor frecuencia, pero en los momentos de lucidez que también aún lo acompañan, le gusta echar sus historias, contar con detalles los acontecimientos que le tocó vivir como reportero de El Nacional y de periódicos regionales”. Si se juzga por las operaciones quirúrgicas que ha sufrido, los gastos médicos no le han desangrado mucho su presupuesto familiar. Los médicos lo único que le han podido sacar son la vesícula biliar, las cataratas y la próstata. También se vio en riesgo por una delicada operación cardiovascular hace ya más de 25 años. “Su corazón anda muy bien. Evita las grasas y la sal”, afirma Keila.
Augusto, ¿devuelvo estos cubiertos o te mando preso?
Por pura circunstancia nada más, el recordado escritor -y cronista de Barcelona- Don Salomón De Lima, pulcro administrador de la gobernación, durante parte del mandato del Dr. R. A. Fernández Padilla, quedó encargado cierta vez de la gobernación del Estado. Como tal debió meterse en un protocolo no del todo agrado para su modesta persona: Oír el himno del Estado, con la banda marcial, cada vez que llegaba a un acto. O lanzarse con un discurso de bienvenida ante un Congreso de Medicina, etc., pero eso estaba, ni más ni menos en las obligaciones oficiales.
Cierta vez viajó el Gobernador a Caracas y el secretario general de Gobierno -Luis Echeverría Alfaro -tuvo que ausentarse para una gira con el presidente Leoni (a Ciudad Bolívar) y don Salomón, acudió, como Gobernador encargado, a una cena de gala del Country Club en Puerto La Cruz.
Con gran perplejidad, al llegar a su casa de regreso, poco antes de la medianoche, se encontró con una no muy grata sorpresa: Tenía en los bolsillos del paltó un tenedor y un cubierto. No lo pensó dos veces: “Esta vaina solo puede ser una ocurrencia de Augusto Hernández”. Seguro de que era así, despertó a Augusto -de un telefonazo- cerca de la una de la madrugada y le dijo “Augusto, aquí tengo los cubiertos que me pusiste en el bolsillo y no sé si mandarte preso, por mamador de gallo o devolverle estos cubiertos al Country”. Afortunadamente, optó por lo último, pero de lo que no se salvó Augusto fue del “vainero verbal” que le formó don Salomón al día siguiente -en presencia de todos los periodistas-en la Oficina de Prensa del Estado Anzoátegui.
El propio Augusto cuenta entre sus muchas anécdotas que tuvo alguna vez de vecino a un Cristóbal Colón. Obviamente, no al que llegó a Macuro con sus tres famosas carabelas. Al que Augusto y muchos otros barceloneses conocieron –de vista y trato- es a un comerciante nativo de la ciudad capital del Estado Anzoátegui y por algún tiempo residente en la planta baja de “Los Bloques del Banco Obrero”, en la Avenida Cajigal. Cierta vez a Colón, durante uno de esos grandes aguaceros que periódicamente azotan a Barcelona, se le inundó su apartamento de planta baja y cuando llamó al Cuerpo de Bomberos de Barcelona y dijo su nombre, la emergencia que vivía con su familia, fue tomada en un primer momento como un chiste. “¿Cómo dijo usted que se llamaba ?, le preguntaron y cuando dijo “Cristóbal Colón”, una gran carcajada se apoderó de los bomberos. El fotógrafo de “El Nacional” tuvo que ir, personalmente, a explicar que el Colón que estaba con su familia con el agua casi hasta el cuello no era precisamente el descubridor de América.
Notiespartano/EspecialEvaristoMarín